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De Turquía a Alemania, tres años de vida en cuatro campos de refugiados: "Ahora no puedo perder a mi familia"

'Público' entrevistó en agosto a un grupo de sirios en el campo búlgaro de Harmanli. ¿Qué ha pasado con ellos seis meses después? La respuesta está a más de 2.000 kilómetros.

Dilshad, en el campo de refugiados de Bielefeld, en Alemania. / CORINA TULBURE

CORINA TULBURE

BIELEFELD (ALEMANIA).- Desde que dejó Siria, hace ya tres años, ha pasado por más de seis campos de refugiados. Trece meses en el campo de Midyat, Turquía; nueve meses en Harmanli, Bulgaria; y tres meses en Dortmund, Alemania, si cuenta las paradas más largas. Carga con todo ese tiempo en su mochila; es lo único que tiene. Ahora Giwan Mustafa vive en un campo de refugiados en Bielefeld, y espera que este sea el último.

Los dormitorios saturados de gente, los bocadillos fríos, la espera y la incertidumbre se han convertido en su día a día. Pero Giwan todavía recuerda lo que es tener una casa, ir a la Universidad, charlar con los amigos, una rutina hastiosa incluso para muchos, pero un lujo para él comparado con su vida actual de refugiado. Pasados seis meses de la entrevista que Público le hizo en Harmanli, está más delgado y menos feliz: "En el campo de Bulgaria, económicamente estábamos peor que aquí, pero yo me sentía mejor. Traducía para los periodistas, tenía a mis niños, a los que les daba clases cada día... Hacía algo, era útil.”

A Giwan, como a Dilshad y a Hatem Saed, los unió la idea de montar una escuela para los niños dentro del campo de refugiados de Bulgaria. Después de nueve meses en el campo, recibieron la residencia en Bulgaria, pero decidieron seguir su camino hacia Alemania. ¿Por qué no se quedaron en Bulgaria? "No podíamos sobrevivir allí. Cuando sales del campo con los papeles, no tienes nada. No existe ningún tipo de ayuda del Estado, no existe trabajo. Y en Bulgaria tampoco conocemos a nadie”.

En Bulgaria, todas las puertas estaban cerradas; la supervivencia resultaba imposible. La falta de trabajo es una realidad para los mismos ciudadanos búlgaros. Un gráfico de la agencia Novinite explica que existen más trabajadores búlgaros empleados fuera de Bulgaria, que en el propio país.

Así es que, a pesar de haber conseguido los anhelados papeles, los chicos de la escuela de Harmanli peregrinaron hacia Alemania. La soledad ha sido una fiel compañera para ellos, así como para otros refugiados que han abandonado Siria sin su familia. "En otoño, cuando llegué a Bielefeld, creía que estaba soñando con los ojos abiertos. Calles enteras con casas con jardines y flores. Ahora, hace meses que me muevo por estas calles. Nunca hay nadie detrás de las ventanas, nadie habla con nosotros. ¿Dónde están los que cuidan estos jardines preciosos?”, se ríe Giwan. A pesar de estar en campos con régimen abierto y poder pasear por las ciudades, los refugiados solo encuentran amigos entre sus compañeros.

En Bielefeld no tienen apenas contacto con los autóctonos. En el salón del piso donde habitan unos ocho chicos, vemos a una señora que habla con ellos y juega a las cartas. Personas mayores comparten un rato con ellos y socializan con los recién llegados. Aparte de estas personas, no conocen a mucha gente. "Hablamos con personas mayores o con personas de la antigua Alemania del Este que pasaron por la experiencia de ser refugiado”, explica Dilshad. En la escuela, donde los voluntarios les dan clases de alemán, Giwan cuenta que su profesora es originaria de Rusia.

Deudas y tensión fuera y dentro del campo

Hatem Saed, que vivió cinco meses en Harmanli, explica que los campos de Bulgaria son muy distintos a los de Alemania. En Alemania, cuando salen a la ciudad, siente que la gente lo mira de forma extraña, aunque los voluntarios siguen yendo a los campos para echar una mano a los refugiados. “En Bulgaria, al darnos los papeles nos comentaron que deberíamos abandonar el campo. ¿Para ir adónde?”. En el campo les contestaron que éste era un asunto que solo les atañía a ellos. “Así que nos fuimos a Alemania, simplemente porque no podíamos hacer otra cosa”.

Hatem explica que durante los últimos días ha presenciado redadas por las calles de Dusseldorf: “Los sirios nos hemos pronunciado contra todo lo que ha pasado. En Bielefeld hemos pedido permiso para realizar una marcha la próxima semana por la defensa de los derechos de la mujer y contra la xenofobia”, prosigue.

Para Idris Habo, ingeniero, que pasó un año en los campos de Bulgaria y Turquía, Alemania es un camino sin retorno. “Quiero aprender alemán cuanto antes y ser parte de este lugar”. Todo le resulta difícil, al no conocer el país y no tener amigos alemanes. “Lo único que sé a ciencia cierta de la gente de aquí es que si quedan a las cinco, están allí a las cinco. Ni un minuto después. Pero todo lo demás es una incógnita para mí”.

Todos los refugiados que estuvieron registrados en verano en el campo de Harmanli temen ser devueltos a Bulgaria. Alemania anunció que no aplicaría los acuerdos de Dublin II, pero los acontecimientos y los debates de los últimos días han desatado las alarmas entre ellos. Regresar a Bulgaria significaría entrar en un callejón sin salida. Allí, ninguno encontraría un trabajo que le permitiera devolver el dinero que han usado para pagar a los traficantes. Deberían emigrar otra vez a un país de la UE y trabajar allí en negro.

Entrada al campo de refugiados de Bielefeld. / CORINA TULBURE

Entrada al campo de refugiados de Bielefeld. / CORINA TULBURE

Ali Shalah, monitor deportivo en el campo de Harmanli, pagó a los traficantes para poder salir de Siria. Explica que, en los lugares controlados por las milicias, la gente sale a través de las alcantarillas. De este modo no son capturados por el ejército del régimen a la salida de los pueblos y así evitan que les pregunten los nombres de sus familiares.

Los que rechazan tomar las armas de un bando u otro, solo pueden salir del país pagando a los grupos armados o al ejército del régimen. Ali debe más de 5.000 euros, que pesan sobre su cabeza cada día. "Pagamos casi 3.000 euros para pasar de Turquía a Grecia”, aunque allí los traficantes no escasean. "Topar con un traficante en Turquía es más fácil que encontrar alcohol”, bromea.

Cuando por fin logró llegar a Grecia, a través del mar, toda la gente que viajaba en su barco rompió a llorar. Por un lado, estaban felices por estar vivos; por otro, estaban muy lejos de los suyos. Ahora lo que le acongoja es esta distancia: “No puedo dormir. Parte de mi familia está en Hasaka, con el Daesh rodeando la zona, y mi mujer está atrapada en Latakia. No puedo imaginarme que no podré volver a estar con ellos. He perdido todo, pero no puedo perderlos a ellos también”.

Ali soporta un estrés permanente: tensión al salir fuera del campo, por miedo al rechazo de la gente, y tensión dentro del campo, por las noticias de las familias que siguen en Siria y las deudas. Después de tres años fuera de su país, lo que más teme es que su deseada vida en Alemania, como un ciudadano más, integrado, tarde en llegar. “No quiero vivir durante años como un refugiado”, sentencia.

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