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La ultraderecha suiza azuza el euroescepticismo interno en medio de las negociaciones con Bruselas

El Brexit ha sido el gran quebradero de cabeza de la UE en el último lustro. Ahora, el foco de conflicto se traslada a Suiza. La Confederación Helvética busca una entente cordiale con su socio económico en plena deriva ultranacionalista y con referéndums sobre asuntos que colisionan con el acervo comunitario.

Ursula Von der Leyen y Guy Parmelin
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen y el presidente suizo, Guy Parmelin, durante una reunión en el edificio de la Comisión Europea en Bruselas el 23 de abril de 2021. François Walschaerts / AFP

No por casualidad, la intención, a veces velada, en ocasiones esbozada, pero nunca oficial, del primer ministro británico Boris Johnson, siempre ha sido la de alcanzar una relación bilateral con la UE como la de Suiza en el escenario post-Brexit. A buen seguro, porque los lazos entre Europa y Suiza han navegado por un limbo diplomático, en medio de una dispersión jurídica. Más de un centenar de acuerdos sostienen los complejos vínculos entre Bruselas y Berna. Un alambicado y espinoso armazón geopolítico que las autoridades comunitarias pretenden deshilvanar en los últimos siete años, si bien desde 2018, ha instado a la Confederación Helvética a negociar, en paralelo a la compleja resolución del Brexit con el 10 de Downing Street, una entente cordiale con las que subsanar los principales puntos de fricción.

Desde entonces, existe un borrador con la propuesta europea de cohabitación pacífica. Pero Suiza sigue sin atender los mensajes de la UE y persiste en su estrategia de dar largas a la situación. Amparada en su estatus de país ajeno a la estructura del club comunitario. Así lo decidió, en referéndum −mecanismo que utiliza de manera asidua, en un sinfín de asuntos, de toda índole− aunque por estrecho margen, en 1992, cuando se rechazó su ingreso en el Espacio Económico Europeo. Pese a que el mercado interior es, de largo, su principal centro de operaciones económicas, comerciales e inversoras, o de que el elenco de acuerdos con la UE esté, casi en su totalidad, desfasados, y algunos, en estado de agonía. No hay "substanciales progresos", admiten en Bruselas, mientras desde el Ministerio de Exteriores suizo se discute si zanjar el diálogo o acelerar las discusiones.

El tiempo juega a favor de Suiza. Porque, como afirma el consenso diplomático, está inmersa en el mejor de los mundos. Tiene acceso al mayor mercado interior del planeta y mantiene su cuota de soberanía inalterable. Ningún país de la órbita europea se ha beneficiado más de este estatus. Si en los tiempos de bonanza, el valor añadido medio de cada ciudadano europeo aumenta en 1.008 dólares anuales sus cuentas de ingresos, los suizos suman 3.499 dólares, según constata el Data Warehouse −repositorio de captura de información homogénea− de la red social Quora, de 2019.

Los pasos fronterizos próximos a Basilea o Ginebra los utilizan a diario decenas de miles de ciudadanos comunitarios para trabajar en hospitales, restaurantes o empresas al calor de lo que los observadores políticos europeos denominan "el galardón suizo de socio pasivo de la UE", como asegura un reciente artículo de Foreign Policy, que soslaya divergencias notables en reglas de protección laboral y salarios y servicios sociales que acaban en el Tribunal de Justicia de la UE sin resolución porque la alta instancia judicial comunitaria carece de jurisdicción y soberanía en cualquiera de estas materias. Ni recibe cooperación habitual de juzgados helvéticos.

El Consejo Federal, que preside Guy Parmelin desde 2016, en representación de la Unión Democrática del Centro, de corte conservador y nacionalista, mayoritariamente sostenido por los cantones de habla alemana, y al que pertenece Christoph Blocher −adalid de la suiza libre e independiente y de las restrictivas políticas de inmigración y el miembro de la UDC de perfil más ultraderechista− su indiscutible líder en el Ejecutivo de Berna, saca provecho del rechazo social contra la UE. Unas voces que mezclan críticas sindicales y empresariales, como la Boussole Europe Alliance, y que se inclinan por denunciar que cualquier acuerdo con Bruselas "es malo para la soberanía suiza y su democracia directa".

Parmelin acaba de trasladar a la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, la intención de Berna de abrir un nuevo compás de espera que, a lo ojos de Bruselas, se entiende como otra tentativa de perpetuar el limbo bilateral y que choca con el diagnóstico europeo de que los lazos están heridos de muerte. En un momento en el que, tras el Brexit, la Unión se replantea su actual política de vecindad. El dirigente suizo, sin embargo, ha precisado que su país "no va a seguir la línea de confrontación" del premier británico. De distanciamiento de Europa. Sino que apuestan por un mayor acercamiento que no parece conciliar con la idea comunitaria de otorgar derechos adicionales a Suiza sin que acepte obligaciones. O, dicho de otro modo: de dar privilegios a países no miembros del club que desean, como Reino Unido, conservar su soberanía plena.

Desde 1992 −tras la consulta de rechazo a formar parte de la UE− Suiza y sus casi 120 tratados bilaterales con Europa se ha asegurado el acceso de sus empresas farmacéuticas, químicas y metalúrgicas como consecuencia de su adhesión al mercado interior. También se beneficia del espacio Schengen y su ausencia de control fronterizo, participa del programa Erasmus de intercambio de estudiantes o en iniciativas de investigación científica o de cooperación policial, así como en los sistemas de Salud o en el sector eléctrico comunitario. Y, a diferencia de Noruega, país que, como Suiza, está dentro del Espacio Económico Europeo, y que nunca ha cuestionado su contribución financiera a la UE, las autoridades helvéticas han retirado sus aportaciones de determinadas partidas.

Suiza retarda un acuerdo institucional con la UE mientras se beneficia del mercado interior

De igual manera que sus constantes consultas populares han generado tensión a la UE. La de mayor calado fue el voto popular que estableció una cuota de inmigración en 2014, pese a que violaba la norma europea de libre tránsito de personas y los acuerdos bilaterales. Precisamente a partir de este resultado en las urnas cuando Bruselas instó a Berna a empezar a renegociar, compulsar, condensar y clarificar el entramado jurídico actual. A lo que Suiza rechaza, entre otras razones, por no aceptar las normas sobre subsidios, beneficios sociales y normas laborales que pretende mantener a niveles más restrictivos. Porque −aducen− harían menos competitivas a las empresas helvéticas.

Puntos de fricción negociadora

La dinámica sobre la revisión del armazón legal ha saltado a la palestra social. Millonarios como Alfred Gantner ha iniciado un movimiento contra el acuerdo al que se han adherido compañías, ganaderos y sindicatos. Bajo el lema Acuerdo Brexit Plus. Comercio y nada más que respalda el Gobierno de extrema derecha de Parmelin. Con división de posturas entre socialdemócratas y liberales y las formaciones pro-europeas. Lo que atasca aún más el conflicto. "Sin compromiso de Suiza, Europa no puede negociar", alerta el portavoz en Bruselas, Eric Mamer, sobre la opción de sellar un tratado institucional.

El núcleo gordiano de las discusiones gira en torno a cinco puntos: libre circulación de personas, aviación civil, transporte por carretera, reconocimiento mutuo de los estándares industriales y productos agrícolas procesados. Pero las reticencias a adoptar las normas del mercado interior colisionan en el Tribunal de Justicia de la UE, al que Berna se niega a reconocer el papel de árbitro en la resolución de disputas y a asumir posibles compensaciones o multas en caso de conflictos.

Y que, a buen seguro, proliferarían en el orden laboral, donde Suiza dispone de un sistema de "medidas de acompañamiento", adoptado en 2004, que endurece las reglas de retribución a los trabajadores extranjeros, que les aleja de los jugosos salarios que ostentan los ciudadanos con pasaporte helvético. O por la oposición a que los residentes de la UE obtengan los generosos servicios sociales del país. Son los caballos de batalla de Livia Leu, la negociadora jefe suiza y de su jefe de la diplomacia, Ignazio Cassis, que se ha involucrado en las discusiones personalmente.

"Suiza es un laboratorio de toxicidad de las políticas de extrema derecha en los últimos años" explica Flavia Keliner, cofundadora de Operation Libero, un movimiento liberal-democrático de Suiza a The Guardian, cuyos gobiernos −federal, cantonales y comarcales, con poder de convocar las consultas− han hecho uso partidista de los referéndums para imponer normas restrictivas sobre la inmigración y extender la retórica antieuropea y el populismo, poniendo en riesgo las relaciones con la UE.

De hecho −asegura− "en 2014, tuvimos nuestro propio Brexit", en alusión a las cuotas migratorias. A diferencia de otras formaciones conservadoras del Grupo Popular en la UE, la derecha suiza ha utilizado los referéndums como herramientas de marketing para fijar y determinar la agenda política y económica y se ha consolidado como la mayor fuerza del país.

Berna tiene marcados cuatro rondas de consultas populares este año. La primera fue el pasado 7 de marzo convocó a sus compatriotas mayores de edad a una triple convocatoria. Para prohibir el uso del burka en espacios públicos −ratificada por el 52%− y planteada por los impulsores como medida para promover la igualdad, la libertad y, en particular, la seguridad; a la Ley Federal de Servicios de Identificación Electrónica −rechazada por el 64,3%- y para dar luz verde -así lo determinó el 51,4%− a un tratado de asociación económica con Indonesia. Todas ellas, iniciativas populares, que requieren más de 100.000 firmas en 18 meses para salir adelante.

En otras tres citas −en junio, septiembre y noviembre− dirimirán, bien mediante iniciativas o referéndums −a petición de gobiernos o por más de 50.000 firmas sobre leyes que se hayan aprobado en el Parlamento− asuntos como la recién aprobada Ley anti-Covid, en septiembre, por considerarla, a juicio de Friends of the Constitution, ilegítima y con restricciones demasiado prolongadas en el tiempo (hasta finales de 2021). O las normas antiterroristas y contra la criminalidad organizada, también en vigor desde el pasado septiembre-, que endurecen las penas y los mecanismos de vigilancia para impedir atentados y que movimientos liberales, verdes y progresistas tildan como atentatorias contra los Derechos Humanos.

El modelo suizo ha inspirado el nacionalismo británico de Nigel Farage y se ha alimentado del 'America, first' de Trump

Y la legislación sobre CO2 −con una andadura similar, de seis meses− que incluye nuevos impuestos y medidas para reducir las emisiones, que recibió el apoyo de la mayoría de formaciones, pero que el Partido Popular Suizo (SVP) decidió imponer al criterio social por entender que retrae la innovación, eleva la burocracia, aumenta el consumo de energía y restringe la movilidad. Las otras dos iniciativas tienen un marcado cariz agrícola. La iniciativa sobre consumo de agua mineral, para la que se solicita que los subsidios se concreten sobre empresas cuyo proceso de producción no dañe el medio ambiente ni utilicen antibióticos o importen fertilizantes de uso agrícola. Y otra, Para una Suiza libre de pesticidas sintéticos, para prohibir su uso. Ambas lanzadas desde la principal formación ecologista.

Keliner asegura que en su país se ha instalado el Switzerland, first, adaptación helvética del lema que aupó a Donald Trump a la Casa Blanca. Como el que, en 2018, estuvo a punto de sacar al país de la Convención Europea de Derechos Humanos por la iniciativa popular de que el derecho suizo prevaleciese sobre los tratados internacionales. Un argumento que suscribe el escritor y activista político brasileño Franklin Frederick en Countercurrents.org, asociación defensora de la lucha contra el cambio climático y de la búsqueda de soluciones a conflictos geopolíticos.

Para Frederick, "Suiza está protagonizando uno de los virajes más peligrosos de la extrema derecha" en Europa y el mundo. Como el intento, fallido, de la consulta del otoño pasado, de impedir la libre circulación de ciudadanos de la UE en territorio helvético −que rechazó el 63%− y que Sean Mueller, profesor asistente de la Universidad de Lausanne, explica en un paper publicado por la London School of Economics que siempre ha inspirado a Nigel Farage. El modelo suizo pretende retener su plena soberanía a través de la profusión de iniciativas populares, mayoritariamente surgidas desde plataformas o formaciones conservadoras y ultranacionalistas. Aunque, en gran medida, su estabilidad económica y financiera dependa de sus lazos con Europa, aclara.

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