Este artículo se publicó hace 16 años.
Víctimas del fuego amigo
La violencia policial en Río de Janeiro desata el debate sobre las Fuerzas de Seguridad
Fueron 17 tiros a bocajarro. A pesar de que Alexandra Soares, una abogada de clase media, lanzó una silla portátil para niños fuera del coche, la Policía Militar continúo ametrallando su vehículo. Una bala cercenó la vida de su hijo João Roberto, de 6 años.
Su hermano Vinicius, de nueve meses, se libró por los pelos. El hecho, ocurrido el 6 de julio en el barrio carioca de Tijuca, provocó un alud de críticas e indignación.
Lo que la opinión pública brasileña no sospechaba es que sería apenas el principio de una serie de nefastas negligencias policiales. Y de muertes de civiles inocentes. La lista tiende a infinito.
Barrios sembrados de cadáveres
Algunos casos continuaron sembrando de cadáveres barrios y favelas de Río: Ramon Fernandes, 6 años, favela de Muquito; William de Souza Marins, de 19 años, favela de Bangu. Luiz Carlos Soares, 36 años, barrio São Cristovão…
¿Meros errores policiales o simple modus operandi? “No es la excepción, es la regla. El aumento de víctimas inocentes es el resultado de la política de seguridad del gobernador Sergio Cabral. Todo empeoró con él.
El 65% de las víctimas de la policía del estado tenía al menos una perforación por la espaldaAdemás, con la película Tropa de Élite, la violencia policial está legitimada. Un horror”, afirma la geógrafa Isabel Martins, vinculada a la Red de Comunidades y Movimientos contra la Violencia.
Los datos asustan. Cifras-terror, horror-estadística. Murieron en enfrentamientos con la policía de Río de Janeiro 1.330 civiles en 2007. Un reciente reportaje del prestigioso periódico Estado de São Paulo recogía que en toda Suráfrica murieron por el mismo motivo 681 personas en 2007 y 370 en EEUU.
Y quizá sea el in creschendo carioca del número de muertos lo que asuste más: 289 civiles en 1999, 592 en 2001 a una cifra que se multiplica casi por tres seis años después. “El gobernador importó los métodos violentos utilizados por ejército y paramilitares en Colombia”, afirma Mauricio Campos, de la dirección de la Red de Comunidades y Movimientos contra la Violencia.
El Gobierno de Río de Janeiro justifica las muertes con tres palabras: auto de resistencia. Sin embargo, diversos estudios, desmontan esta “defensa propia” policial.
Un informe del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad Estatal de Río de Janeiro (UERJ), dirigido por el sociólogo español Ignacio Cano, probó que el 65% de las víctimas de la policía del estado tenía al menos una perforación por la espalda.
23 de julio. Mediodía. Una multitud se arremolina en Iglesia de la Candelaria. Dentro, la misa homenaje a las ocho personas que murieron asesinadas en la puerta de la iglesia hace 15 años. Las víctimas: inocentes sin techo. Los culpables (de nuevo): la Policía Militar. Matanzas, inocentes ensangrentados. Candelaria, Vigario Geral (21 muertos, 1993), Baixada Fluminense (29 muertos, 2005). 16 niños o adolescentes asesinados por la policía cada día en Brasil (dato de UNICEF).
El caso de Rodrigo Marques, un joven de 15 años ametrallado por la Policía Militar en la favela Coroa, resume la esencia de los “autos de resistencia”. Su madre, Edilamar, cuenta que a Rodrigo, capitán del equipo de fútbol de la Coroa, “le dieron dos disparos sin dejarle sacar ni el carné de identidad”.
El activista Carlos Latuff dibuja con firmeza en la Candelaria. Sutilmente. Primero una ametralladora. Después un policía. Y un niño de tiza levantando las manos. “Río está peor que nunca por la política del Body Count de los yanquis en Irak. Cuantos más muertos mejor”, afirma Latuff.
De hecho, la web www.riobodycount.com.br contó en 2007 los muertos civiles de la ciudad. “Mueren más de 40 personas por día. Esto es un estado protofascista”, matiza Latuff. La manifestación continúa por la avenida Rio Branco. Menos de mil personas gritando consignas.
Transeúntes curiosos. Casi indiferentes. “Lo peor es que sólo cuando muere alguien de la clase media, aparece en la prensa”, se lamenta José Luiz Faria da Lima, un desempleado de 47 años que perdió a su hijo en 1996. Un policía militar le robó la vida de Malcom, que tenía entonces 2 años y 6 meses.
Desde entonces, José Luiz recorre Río con un cartel inmenso, con fotos de Malcom, pidiendo responsabilidades. “No he conseguido nada en la justicia. Pero no desistiré”, afirma José Luiz.
Militares en la favela
Cima de la favela Providencia. Niños transformando cometas en sombreros de las grúas del puerto de Río de Janeiro. Desempleados. Carteles contra la violencia: “Las fuerzas armadas no son para matar hermanos”. Rosette Marinho, una vecina de la favela, anuncia una batalla campal. “Si el Ejército vuelve, tendrán guerra”. La ira se acumula en su garganta. Y es que después de siete meses de ocupación militar, sólo tiene palabras de odio y desprecio hacia el Ejército brasileño.
“Si no fuese suficiente con la Policía Militar, ahora tenemos militares en las favelas”, matiza Rosette. La violenta muerte de tres jóvenes el pasado 14 de junio estalló como una bomba de relojería en el Gobierno Lula.
El Ejército salió precipitadamente de la Providencia. Y no es para menos: los militares entregaron a tres jóvenes de la Providencia a los traficantes del morro da Mineira. Les dijeron que eran del Comando Vermelho (facción rival). El resultado: 46 tiros a bocajarro.
“Dijeron que eran traficantes. Pero no era verdad. Los militares les detuvieron, les torturaron y luego tuvieron que deshacerse de ellos. Mejor que les maten otros”, asegura a Público Rosette.
La ocupación militar del morro da Providencia comenzó el 12 de diciembre de 2007. Fue autorizada por el mismísimo Lula para garantizar las obras del proyecto Cimento Social, que prevía la reforma de 780 casas de la comunidad. Sin embargo, el proyecto fue rechazado por los vecinos. Incluso denunciado.
“Una obra electoralista que sólo beneficia a los votantes evangélicos de Marcelo Crivella, socio de Lula”, afirma Elías Jose, de la ONG Conlutas.
Además, la ocupación militar apenas dejó en la favela, según sus habitantes, un reguero de sangre, represión y terror. Lilian Gonzaga, madre del asesinado de Wellington Gonzaga Ferreira, asegura con lágrimas en los ojos que el paso militar “fue un infierno”.
“Maltratos, insultos, nadie podía salir a la calle después de la siete de la noche. Incluso nos obligaban apagar la luz”, afirma Benedita Florencia, madre de otro de los jóvenes asesinados.
Marcelo Braga, coordinador de la Central de Movimientos Populares contempla a dos Policías Militares que vigilan la favela. Ahora mira hacia la urbe-más-allá-del-ladrillo-rojo: la ciudad, el lejano/cercano asfalto.
Medita en voz alta: “Quieren justificar el estado militar. Vale todo. Discutíamos si la ocupación militar era constitucional o no. Da igual. Ahora quieren legitimarla con la constitución”.
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