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Vida nueva, miedo viejo

 

La posible victoria de Syriza en las próximas elecciones griegas ha desatado una vez más el sermón del miedo. Políticos oficiales, tertulianos de oficio y periodistas que cumplen con la voz de su amo se han precipitado a contagiar el miedo. Los mercados se inquietan ante un posible cambio y ponen de inmediato en formación (preparados, apunten, fuego) a todos los que confunden la realidad y el sentido común con los intereses de esa nebulosa de especuladores sin vergüenza que llamamos mercados.

La puesta en duda del bipartidismo que vive España facilita el contagio de los nervios. Desde el presidente de Gobierno hasta los bufones de Palacio, pasando por los viejos periódicos, repiten el sermón y vocean el peligro de que se acabe el Régimen de los dos grandes partidos. El cambio les da miedo. Mantienen su fe en la religión de los bancos.

Al escuchar el canto de los vociferantes me he acordado del español más vociferante de todos los vociferantes: don Miguel de Unamuno. Se creyó con fuerzas para contrarrestar a pleno pulmón y con su voz solitaria todo el griterío de los bachilleres, burócratas, enchufados, malandrines, mentirosos, ladrones y usureros que chillaban en defensa de la España muerta de la Restauración. Me he acordado de él, entro otras cosas, porque en sus escritos era muy inclinado a usar la palabra casta, tan de moda hoy. El caso es que en 1905 publicó su Vida de Don Quijote y Sancho para arremeter contra los profetas del miedo, los mamporreros y los sandios que se dejaban convencer.

Empiezo el año 2015, que celebra el cuatrocientos aniversario de la publicación de la segunda parte de El Ingenioso Hidalgo, con una fe en el cambio muy decidida y propia de Unamuno, pero a través de la firmeza política y democrática de Azaña

Hay páginas de Unamuno conmovedoras. Uno recuerda su lanza en ristre cuando observa la geografía de los profetas del miedo en la actualidad española. ¡Cuidado, que no cambie nada!, gritan los ladrones descubiertos con las manos en la masa, los periodistas adiestrados en la mentira por los bancos y las multinacionales, los políticos que han degradado con sus leyes la existencia de la ciudadanía y los súbditos dispuestos a dejar que se hunda definitivamente el país sin atreverse ni siquiera a cambiar de voto. Tratados como putas, siguen dispuestos a pagar la cama.

Pero el regeneracionismo gritón e irracional de Unamuno estuvo lleno de sentidas contradicciones, a veces muy irritantes por su ineficacia pirotécnica. A la hora de la verdad es mucho más útil una conversación que un grito, porque los gritos suelen desfigurarse en la confusión sembrada por el enemigo. No estaba España, no está hoy, para gritos irracionales, sino para una firmeza democrática mejor representada por otro ensayo: Cervantes y la invención del Quijote que don Manuel Azaña preparó en 1930, en vísperas republicanas.

Preocupado por hacer política más que por gritar, consciente del compromiso que significaba acabar con las mentiras de la Restauración, Azaña quiso equilibrar el ideal de don Quijote con el realismo de la vida cotidiana. Unamuno se había entregado a las agitadoras locuras del Caballero de la Triste Figura. Azaña prefirió aplaudir los firmes acuerdos de Cervantes con la realidad. Trabajaba para devolver a los españoles su condición de ciudadanos.

Empiezo el año 2015, que celebra el cuatrocientos aniversario de la publicación de la segunda parte de El Ingenioso Hidalgo, con una fe en el cambio muy decidida y propia de Unamuno, pero a través de la firmeza política y democrática de Azaña.

La agitación quijotesca puede mover, agitar, buscar respuesta inmediata contra el espectáculo de corrupción y miseria que ha degradado la política española. Bien está, pero hay dos nubes. De una parte, la hora de la verdad, el momento en el que se necesita de una conversación, más que de un grito, para vencer el miedo. De otra parte, la existencia de un sector de la población —indispensable para configurar una nueva mayoría y un nuevo sentido común—, que espera explicaciones políticas para comprender que un cambio firme, decidido, profundo, no es más que la dignificación de la democracia.

Sobran los motivos que invitan a tomar postura contra del bipartidismo más allá del penoso espectáculo del “y tú más” de sus corruptelas. El neoliberalismo, la ideología capitalista propia del PP, ha impuesto una construcción europea basada en la libertad de explotación de los poderosos, la privatización de la política y la pérdida de la soberanía popular. La socialdemocracia no sólo ha sido incapaz de imaginar una alternativa, sino que ha colaborado de manera muy enérgica en el empeño. El socialismo asumió en Europa el sentido común de un capitalismo agresivo. La diferencia con la derecha supone sólo una discusión sobre la dimensión de las uñas con las que se atacan los derechos de los ciudadanos.

En este proceso, la debilidad democrática de España ha multiplicado la factura. Las élites no dudaron en vender el país para convertirlo en una colonia de la banca alemana. La recompensa recibida fue la liquidación pública de los modestos derechos conseguidos por los ciudadanos a la muerte del dictador. Aunque la Transición estuvo vigilada y alicortada, una lucha de años había conseguido arrancar algunos valores propios una democracia social. Esos valores son los que han liquidado el segundo gobierno de Rodríguez Zapatero y el primero y último de Rajoy a cuenta de la crisis.

Esto se ve en la calle, en la los puestos de trabajo, en los hospitales y los colegios, en las pensiones y en las actitudes de la policía. De esto se puede hablar con la gente para explicarles que un cambio profundo es indispensable. Más allá de los gritos, necesitamos una conversación cotidiana, convincente y muy amplia sobre la firmeza democrática. Y cuantos más hablantes haya en el corro, mejor será para hacer que el miedo envejezca junto a la capa del rey, las mentiras de los gobernantes y los malos negocios de los banqueros.