Opinión
Aquella foto nunca existió

Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
-Actualizado a
La recordaba, os lo juro. Era una foto bastante colorida, hecha en 2005 o 2006; yo tenía cuatro, quizá cinco años. Salíamos mi abuelo Cipri y yo; él estaba sentado en un sofá ancho, de esos con el tapiz bordado que había en las casas proletarias, y llevaba un chándal verde, juraría que con una franja azul, que no pegaba mucho con el polo minúsculo y morado que llevaba yo mientras descansaba en su rodilla derecha. Él sonreía, yo también; él rodeaba mi cuerpito elástico con su brazo derecho, yo levantaba la mano izquierda como si quisiera secuestrar el flash de la cámara analógica.
Era una foto importante porque no tengo muchísimas más con mi abuelo; falleció cuando yo tenía siete años, apenas le quedaban unas semanas para la prejubilación: la vida del pobre, tú, no sabemos hacer otra cosa que trabajar y nos morimos justo cuando nos estamos quitando, como les pasa a los exfumadores que chupan caramelos de menta. Mi abuelo molaba un huevo, os habría flipado; fue conductor de autobuses muchísimos años, lo adoraba todo Dios. Estuvo de gira con casi todos los triunfitos de la primera generación – dicen mis padres que conocí a Bisbal con dos añitos gracias a él, pero igual es una trola – y fue por bastantes giras el chófer de Joaquín Sabina y su banda – según me cuentan también mis viejos, con el de Úbeda tenía un simpático pique porque no le dejaba fumar porros en el autobús –. Un señor de diez, en serio; hasta Coti, el cantante argentino, le regaló un disco de oro dedicado que todavía cuelga en su salón, justo sobre el silloncito proletario con el tapiz bordado, como un pedazo materializado de nuestra memoria, como un cacho de nuestra carne enmarcado e incrustado en el gotelé.
Mi abuelo es un mito, un ídolo, y yo, como Ascanio en La Eneida, también necesito formar parte de La Leyenda, así que aproveché la visita del fin de semana a casa de mis padres para rebuscar en los álbumes viejos esa foto, joder, esa maldita foto que yo había visto y recordaba y situaba – no estoy loco –, pero que no encontré por ningún lado – pues igual sí lo estoy –. Que no, que no estaba; que no, que nadie la había cogido y no se había transmutado en aire – ojalá –: la foto no existe, me la he inventado; es fruto de un recuerdo falso que creí verdadero, de la necesidad de crear un vínculo todavía más fuerte, si es que eso es posible, con alguien que adoro.
Que no existiera, mirad por donde, no me puso triste, sino que me hizo entender algunas cosas. Entendí que la nostalgia es un sentimiento poderosísimo que puede darse la vuelta para atacarte cuando menos te lo esperas; que es la única emoción que te permite rellenar huecos de tu pasado con elucubraciones e imágenes fantasiosas, y por eso es mejor prevenirla. Es peligrosa, hay que mantenerla a raya porque puede hacerte partícipe de una historia, pero también expulsarte si no encuentras una prueba que te encuadre dentro de los cánones imaginados. Y eso duele. Mucho.
A cambio, además, encontré otras fotos, estas sí existen, muchísimo mejores, como una en la que salgo sentadito con él en un banco y yo pongo una cara extraña, divertidísima, y de fondo se ve lo que parece ser un puerto. Al menos, esta refleja un recuerdo que alguien conserva, seguro: resulta que al final sí voy a ser parte de La Leyenda.
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