Opinión
La historia no nos absolverá

Escritora y doctora en estudios culturales
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En 1953, un joven Fidel Castro ejercía de abogado de sí mismo en el juicio que la dictadura de Fulgencio Batista le había preparado por liderar el ataque armado contra el Cuartel Moncada. Dicha defensa –que constituía más una acusación contra el régimen autoritario, y un programa político a futuros– acabó siendo conocida por el nombre de “La historia me absolverá”, un auténtico manifiesto y semilla ideológica para la Revolución de 1959. En esa época, la personificación de la historia, como si se tratase de un sujeto firme en su singladura hacia adelante, susceptible de cometer fallos pero también de enmendarlos luego y hacer justicia, se evocaba aludiendo a una finalidad última por parte de izquierdas y derechas. Si España era unidad de destino en lo universal, Cuba habría de convertirse en una utopía a caballo entre el humanismo y el marxismo democrático –según los primeros planes de los rebeldes, más tarde truncados. Desde entonces, ha mutado tanto la faz del mundo que sería imposible resumirlo aquí, pero se ha mantenido, hasta cierto punto, un remanente de aquella visión hegeliana en tópicos como el afán pedagógico de la historia (magistra vitae), entidad que nos enseñaría a no repetir sus errores; nuestros políticos aún debaten cuál es su “lado correcto” (como si acarrease un sentido moral); y se confía comúnmente en que ponga las cosas en su sitio.
Sobre la aberrante masacre que se está perpetrando en Gaza se dice que la historia juzgará a los asesinos y, además, la memoria acompañará al hipotético tribunal. “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros” –clamaría Luis Cernuda en un poema sobre nuestra Guerra Civil. Sin embargo, es bastante improbable que eso suceda. En honor a la inteligencia, el mantra reiterado apenas sirve de consuelo con tintes religiosos; pues no sólo el pasado está lleno de crímenes cuya impunidad aún perdura, sino que esa concepción de la historia en constante mejoría –junto a los procesos rememorativos que la abonarían– se encuentra completamente obsoleta. ¿Quién ha pagado por el colonialismo? Los ejemplos se multiplican, y en nuestro país albergamos uno muy elocuente: la Ley de Amnistía de 1977, que impide el tratamiento judicial de los desmanes del franquismo. Sin embargo, más allá de los innumerables eventos que se han saldado con la victoria inexpugnable de los injustos, los burladores de la legalidad o los sanguinarios, el tiempo ya no avanza hacia posiciones halagüeñas, más bien salta en discontinuidades inasibles dejándonos perplejos. Como síntomas, el miedo al futuro, la inmediatez con que nos desenvolvemos en un universo fragmentado en pantallas, o la debacle climática en curso nos hablan de otro paradigma en que la propia esperanza está en juego.
No puede absolvernos una historia que se conjuga en mitad de un planeta calentándose a ritmo acelerado, cuyos peores vaticinios científicos auguran la extinción –de nuestra especie y, sin duda, de otras muchas–. El progreso como proyecto ilustrado que abarque derechos inalienables se topa cada día con iniciativas como el rearme global y el desmantelamiento de los Estados del bienestar. En otras palabras, las distintas investigaciones médicas que proponen curas de enfermedades o los milagros tecnológicos anunciados contrastan con noticias como ésta: “Madrid no da cita hasta el 2027 para ecografías por bultos en pecho o cuello”. La protección de la vida que otrora fuese motivo de gestión política se ha transformado, en buena medida, en un traspaso de riqueza hacia las clases altas y un abandono deliberado de cualquier sueño igualitario para las masas. Si la necropolítica se afianza en nuestros territorios –permeando también la destrucción de la biosfera– la misma idea de historia se resiente, y su eje de temporalidad si acaso exuda cierto retroceso, por otra parte inviable e ilusorio al abrigo de invenciones como la Inteligencia Artificial. Precisamente, esta promesa de futuro nace ya con una fuerte oposición por los riesgos que plantea, entre otros motivos, en cuanto al ejercicio de la memoria y la existencia de la verdad. Si sus garantes son Grok, ChatGPT, o cualquier otro aparato del estilo, es probable que dentro de unos años algunos consensos sociales que aún se erigen como argumentos contra la barbarie –como la validez del Derecho Internacional– hayan desaparecido bajo la escoba eficiente del algoritmo.
¿Qué historia, entonces, vendrá a salvarnos? ¿Aparecerá Gaza en los mapas, en los motores de búsqueda, si encima de los huesos de las víctimas se eleva un resort? Ahora que se discute tanto sobre fractura generacional (en ocasiones, de manera superflua y reduccionista, sólo referida a la vivienda o las pensiones), valdría la pena reflexionar desde dónde se inicia esa falla: el paso de un mundo marcado por distintos ideales de emancipación humana en torno al porvenir, a otro en progresiva demolición (económica, climática, cognitiva…) que afecta especialmente a los más jóvenes. Por desgracia, la transición que estamos experimentando no es ecológica, sino existencial, entre un modelo y otro. Es más, me atrevería a decir que buena parte de nuestros conflictos, tanto verbales a pie de calle como institucionales y geopolíticos, procede de esa oscilación. Y no habrá historia que imparta el bien a largo plazo, ni profesora que nos ayude y vele por nosotros; quizá nadie nos recordará, sencillamente porque esos patrones filosóficos se están volviendo anacrónicos, lo cual no equivale a rendirse. A veces, es preciso asumir que las causas nobles deben defenderse a pesar de que tal vez nadie repare el daño, partiendo de la posibilidad de la derrota y el agotamiento que supone vivir sin demiurgo trascendente. Como los escritores que trabajamos en la carencia de posteridad –un concepto hasta hace poco clave en las artes–, hay que seguir porque no podemos hacer otra cosa.
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