Opinión
Vacío en el relato de unos tiempos que son míos

Periodista y escritora
Recuerdo que mi madre me regaló el cuadro de Marilyn, pero no me acuerdo del momento en el que me lo dio, ni siquiera recuerdo a mi madre en aquella época. Era la primavera de 1990. Lo sé porque se trata de un póster de la exposición Andy Warhol. Una retrospectiva en el Palazzo Grassi de Venecia. Tal y como consta en la impresión que tengo ahora mismo delante, la muestra duró del 25 de febrero al 27 de mayo del 90. Lo compró entonces, durante uno de sus habituales viajes por Italia.
Marilyn llegó de Venecia a Barcelona para decorar mi primer piso de alquiler sola, un agujero de 20 metros cuadrados que hasta el momento había servido de cuarto de escobas para una comunidad de vecinos. Costaba 7.000 pesetas al mes, el equivalente a 72 euros, todo lo que me podía permitir dando clases en una academia junto al Passeig de Gràcia. El piso tenía 20 metros cuadrados, yo tenía 22 años, Marilyn medía un metro de alto por 70 centímetros de ancho. O sea, que la tuve muy cerca y hoy sigue marcando, frente a mi cama, el paso de los años.
Los cuatro palmos de aquel piso estaban dispuestos en forma rectangular: cinco metros de largo por dos de ancho, de manera que si extendía los brazos tocaba los límites de mi espacio vital. No tenía timbre de entrada y tampoco timbre en el portal. Me parecía un mundo, era un mundo. No me pareció un mundo pequeño en ningún momento. Era el mío. Al abrirlo, el sofá cama ocupaba todo el ancho del piso, desde la pared hasta rozar la estantería. Estábamos allí tumbados desnudos cuando uno de mis amantes, Jimmy el Aspirante, me susurró algo que me pareció terriblemente romántico. Jimmy era aspirante a roquero, aspirante a genio, aspirante a creador de algo. Yo entendí que me decía que Elvis había nacido en mi pelo. Estaba muy orgullosa entonces de mi melena rizada. En realidad, me había dicho que “Elvis nació en Tupelo”, Misisipi. El aspirante se quedó en eso, en nada, y aquello pasó al baúl de las anécdotas familiares.
Recuerdo que alquilé aquel pisito con la llegada del buen tiempo y lo pinté de amarillo. Me sentía empezando algo excitante e inesperado, una vida, un cuerpo, una forma de pensar o de moverme. Acababa de entender que la soledad es el mayor lujo que una puede disfrutar en esta vida. En la radio del casete azul de plástico sonaba a todas horas Veneno en la piel, de Radio Futura, y yo era aquella chica hecha de plástico fino que jugaba a estar un poco loca mientras permitía que mis enamorados escribieran palabras de pasión en la fachada ante el desespero de mis vecinos, que pronto se dieron cuenta de que alquilar el cuarto de escobas a una veinteañera y no ponerle un timbre no había resultado tan buen negocio.
El piso no tenía timbre en la calle, pero tampoco fuera. Yo no tenía teléfono en casa y aún tenían que pasar muchos años para que aparecieran los primeros móviles. Jamás pensé que estaba incomunicada. Salíamos a la calle al caer la tarde, elegíamos zona según el estado de ánimo, entrábamos en los bares y siempre había alguien.
Aquella primavera del 90 yo llevaba tres años y medio ya en Barcelona, exactamente los mismos que habían pasado desde la designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos del 92. Eso significa que llegué a conocer los muelles con sus ratas, los chiringuitos de la Barceloneta y sus paellas con bigotes, y a Bernardo, el hombre sin dientes con cara de pájaro que cantaba entre las mesas y, aunque nadie parecía notarlo, servía de puente entre la costra del franquismo que aún brillaba en la grasa de los camareros y algo que estaba por llegar, que ya latía, a lo que no supimos poner nombre porque solemos considerar, craso error, que las épocas de transición merecen olvido.
Era la época del movimiento por la insumisión y contra los Juegos Olímpicos, del Mili KK y la okupación de edificios, los ateneos libertarios. Aprendí lo que es una asamblea, el feminismo, la palabra libertaria y a vestir botas militares. Todo eso, recién salida como quien dice del colegio de las monjas del Sagrado Corazón de Zaragoza. Aprendí lo que era un comunista, el speed y los tripis, el anarquismo, los comedores populares, las bandas de punk de barrio, los casales de jóvenes y las asociaciones de vecinos. Aprendí que existen barrios donde te sientes en un pueblo y que llegar en coche no significa que puedas volver.
Sé localizar los agujeros en el relato de lo que somos. Siento cómo las épocas apenas narradas reclaman su espacio. No se puede comprender el presente cuando manejamos un retrato del pasado mordisqueado por las ratas de la desidia o la incapacidad.
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