Sebastián Martín
Profesor de historia del derecho de la Universidad de Sevilla
Cuando escuchamos opiniones que defienden conductas aberrantes, resulta comprensible que tengamos la tentación primaria de prohibirlas. Pensamos, con razón, que, de materializarse ese parecer deleznable, imperaría la injusticia. Por eso conviene atajar el riesgo de raíz, desde su propia formación intelectual, independientemente de su concreción efectiva.
El 'populismo penal' se aprovecha rápidamente de esta tendencia reflejo. El 'derecho a castigar' del Estado se convierte con facilidad en mercancía electoral. Dando claras muestras de irresponsabilidad, entre las formaciones ortodoxas, siempre hay dirigentes dispuestos a satisfacer esa inclinación elemental a la prohibición y a la sanción penal. La política criminal degenera así en instrumento con el que granjearse los apoyos de los muchos que aplauden por instinto las respuestas severas y ejemplarizantes.
Semejantes preferencias pervierten la delicada arquitectura del derecho penal propio de un Estado constitucional, que debe caracterizarse por los principios de estricta legalidad, intervención mínima y supremacía de los derechos. Si ha existido un fenómeno que ha socavado las mismas bases del sistema penal democrático ése ha sido el del terrorismo y su capitalización política interesada. Con el pretexto de que, para combatirlo eficazmente, resultaban necesarias otras armas más disuasorias, se normalizó entre nosotros el recurso a estados de excepción de hecho, cuya vigencia ha provocado que ni las leyes comunes ni las garantías procesales hayan sido respetadas en demasiadas ocasiones.
La persecución del terrorismo amparó reformas penales y prácticas judiciales opuestas a los imperativos básicos del garantismo. Se confiaba en que, estando dirigidas a un colectivo circunscrito, no habrían de afectar a más supuestos ni contaminar al resto del ordenamiento punitivo. Pero, al igual que el garantismo penal conforma un sistema coherente y cerrado, de exigencias trabadas, el derecho penal del enemigo se alza sobre unos fundamentos e implica unas prácticas con una fuerte tendencia a propagarse.
La razón de esa tendencia es de naturaleza cultural. Tanto los operadores jurídicos como los propios ciudadanos se habitúan a un empoderamiento excesivo de las fuerzas de seguridad y de los tribunales. En el caso de las autoridades, este hábito conduce a la rápida deshumanización de los delincuentes y de los sujetos que ciertos clichés presentan como peligrosos. Y en el caso de la ciudadanía, esta familiarización con el uso intenso de la autoridad embota el sentido crítico, educa para la obediencia y promueve la aceptación pasiva de las medidas represivas del Estado.
Teniendo presente que la garantía última del sistema democrático y constitucional no reside sino en la vigilancia de los ciudadanos, ha de resaltarse que ésta solo se mantiene despierta cuando la cultura de los derechos goza de hegemonía. Cuando es desplazada por la lógica neoliberal de la seguridad y de la guerra contra el enemigo, lo más probable es que aquello que inicialmente se puso en planta para perseguir los delitos considerados más graves se expanda y comience a inspirar el ejercicio rutinario del poder, convirtiéndolo en arbitrario y desproporcionado.
Con ello se llega al sinsentido que late en el uso populista del derecho penal. Activado para satisfacer unas supuestas demandas populares de reacción implacable contra conductas peligrosas, concluye por alentar otro tipo de conductas más perniciosas, pues proceden de las mismas instituciones del Estado. De este modo, la dinámica de la enemistad penal, surgida como defensa de la colectividad frente a aquellas acciones que amenazan con disolverla, se transforma pronto en un riesgo de primer orden para la libertad y la seguridad de las personas.
Conviene realizar estas consideraciones elementales ante la reciente condena por 'enaltecimiento del terrorismo' de una joven tuitera, autora de numerosos exabruptos en los que expresaba opiniones apresuradas tan despreciables como inocuas. La celebración de la sentencia alerta del creciente grado de aceptación con que cuenta un uso de la autoridad que dista de ser irreprochable.
Como bien explica la abogada Isabel Elbal aquí, el delito de enaltecimiento, recogido en el art. 578 del código penal, se aproxima en sus contenidos al de apología y al de provocación a cometer actos terroristas. Y si viene acompañado, en el mismo precepto, por el delito de 'menosprecio o humillación a las víctimas', es porque con él también pretende protegerse el honor de las personas afectadas por el terrorismo.
La persecución de su 'enaltecimiento o justificación', por tocar la libertad de expresión, resulta de dudosa constitucionalidad para reputados penalistas como Francisco Muñoz Conde. En cualquier caso, la primacía de los derechos debería imponer una aplicación restrictiva y excepcional. Entiendo que ésta solo resulta legítima cuando concurren claramente dos elementos: la incitación y la publicidad efectiva. ¿Están presentes en el caso que tratamos?
El delito de enaltecimiento, si no puede ser una limitación inaceptable de la libertad de expresión, ha de contar con alguna conexión real, no solo retórica, con las acciones criminales glorificadas. Si la apología ha de comprenderse como 'incitación directa a cometer un delito', y la provocación requiere al menos una posibilidad remota de que los ánimos se traduzcan en actos tangibles, el enaltecimiento, para ser punible, no debería desligarse por completo de la posible comisión de los hechos que se ensalzan.
Ahora bien, de los llamamientos viscerales lanzados por la joven tuitera, ¿se deduce el más mínimo riesgo de una posible rearticulación de los GRAPO, de una rectificación del abandono de las armas por ETA o de la creación de nuevos grupos terroristas que atenten contra el presidente del Gobierno? ¿Puede llegar a sostenerse que por sus excesos verbales va a nacer una corriente de opinión generalizada favorable a la lucha armada contra los adversarios políticos? ¿O más bien nos encontramos ante desahogos delirantes sin repercusión social alguna?
Y el requisito de la publicidad, que dada la amplitud del tipo -«por cualquier medio de expresión pública o de difusión»-, parece sobradamente cumplirse, no resulta tan evidente, por implicar una discutible calificación de la red social twitter. Mientras numerosos usuarios la emplean para dar publicidad a sus opiniones y actividades, otros muchos la utilizan como medio de comunicación multilateral que canaliza sus pareceres privados. La opción de contar con un perfil público puede obedecer tanto al afán de difusión, como al desconocimiento técnico o a la indiferencia ante los posibles lectores. El uso privado y coloquial tan frecuente en twitter, propiciado incluso por su formato, hace problemática su equiparación automática a un medio de difusión pública como un periódico. Dudo mucho que el cuidado invertido en la redacción del mensaje, o la conciencia clara de ser leído por un público numeroso, sean equiparables en ambos casos. Diríase más bien que la facilidad con que aparecen la guillotina o los golpes militares en conversaciones privadas informales, invocados como soluciones terminantes a este festival de corrupción e inequidad, se transfiere sin grandes cortapisas a la comunicación en twitter.
En su escrito de acusación, el fiscal ha señalado que la acusada formulaba opiniones con «contenido ideológico de elevado carácter radical y violento». Las opiniones radicales, sin embargo, están amparadas por la libertad de expresión. El reproche social del que puedan ser merecedoras no debe transmutarse sin más en reproche penal. Si la Justicia hubiese de actuar contra todo el que enaltece la violencia terrorista en twitter terminaría por convertirse ella misma en un terrorífico aparato represor. Y, observados los derroteros que llevamos, resulta más temible empujar al Estado por una pendiente autoritaria que las irrelevantes y desquiciadas opiniones de muchos particulares.
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