“Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una nariz sayón y escriba, / érase un peje espada muy barbado”. Con un poco de autotune y unas buenas bases, ya podríamos tener el inicio de un trap o un reguetón, pero se trata de los famosos versos que dedicó Quevedo a Góngora, uno de los más famosos beef de la historia cultural española.
Porque sí, el término es relativamente nuevo, pero el concepto es tan viejo con el ego humano: un enfrentamiento verbal haciendo uso del ingenio en la combinación de ideas más o menos socarronas, más o menos hirientes y el talento para la rima: rima, humor, venganza, empoderamiento… y tal vez algo de toxicidad, los ingredientes del beef musical.
Rimas, lírica y ametralladoras: los inicios del ‘beef’ musical en Estados Unidos

Cuando Ice Cube tiró con bala a sus excompañeros en N.W.A. en su célebre canción No vaseline, el beef comenzó a ponerse serio, pero nadie podía temer que aquel inocente juego de rimas y egos que arrancó con la batalla entre Kool Moe Dee y Busy Dee —considerada la primera entre dos raperos en el contexto cultural del hip hop norteamericano—, fuese a llegar aún más lejos.
Aquel pionero beef convertido en mito no supuso más que una lucha de egos entre dos MCs por demostrar quién era mejor rimando, quién era capaz de convertir las bases del DJ en música y poesía para hacer vibrar a los asistentes a un concierto.
Y para demostrarlo nada mejor que ironizar sobre las (supuestas) debilidades del rival reivindicando las (supuestas) propias fortalezas: y si había que meterse con la madre del rival… todo valía.
De hecho, los historiadores del hip hop aluden a que uno de los precedentes del beef musical es un juego rimado en el que se habla de madres ajenas con una frase típica que había que completar: “tu madre es tan gorda que… se cae de la cama por los dos lados”, como decían en Los blancos no la saben meter.
Era más que probable que el rapero ni siquiera conociera a la madre de su rival ni su supuesto sobrepeso, esa no era la cuestión, como dicen los protagonistas de estas batallas en el excelente documental Beef de Peter Spirer: se trataba de demostrar quién rimaba mejor.

Así que como Quevedo se metía con la nariz de Góngora, los raperos de los 80 en Estados Unidos usaban todo lo que tenían a mano para conseguir las mejores rimas, el mejor poema musical. Una cuestión artística, al fin y al cabo, elaborado con material sensible, tal vez tosco en muchos casos, pero con un objetivo cultural… y financiero, por supuesto.
Porque una vez que las batallas dejaron el underground del South Bronx, la industria musical entendió el inmenso potencial comercial del hip hop… y el beef. Y entonces los enfrentamientos subieron de tono, llegó el famoso (mega) beef entre la Costa Oeste y la Coste Este y las muertes de Tupac y Notorious B.I.G. Y el beef dejó de tener gracia, dejó su componente artístico a un lado, para mostrar el lado oscuro del gangsta rap y de la industria musical que lo alentó a seguir caminos muy peligrosos para enardecer al consumidor musical en Estados Unidos.
El ‘beef’ musical como empoderamiento

“No tengo nada contra ti. Soy yo expresándome a través de mi arte”. Es una frase de un MC tras la crisis de la muerte de Tupac y Biggie. Una petición para devolver a sus orígenes al beef, cuando se trataba de un recurso creativo para elaborar rimas. Que sí, se inspiraba en un enfrentamiento con un supuesto rival creativo, pero que, cuando terminaba la “batalla”, como en un ring de boxeo, había que darse la mano y felicitar al ganador. Es música, es arte.
Desde esta perspectiva, los beef musicales de la actualidad no dejan ser una reminiscencia de aquellos viejos enfrentamientos en los barrios neoyorquinos.
Si entendemos empoderamiento en su acepción de la RAE (hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido), aquellos chicos jóvenes del Bronx, Queens o Brooklyn se empoderaban a través de las rimas, buscaban a través de su música una vía de escape a un contexto social a menudo desolador, definido por la falta de oportunidades, la epidemia de crack y el racismo: porque a solo unas manzanas, en Lower Manhattan, se movían millones dólares, mientras ellos apenas podían soñar con pagarse la universidad.
La situación, en realidad, no ha cambiado tanto, aunque los beefs que triunfen en Spotify y demás sean los de las figuras del negocio musical: la rima sigue siendo una vía de escape en Carabanchel, el Raval, o La Calzada. Puede que muchos sueñen con ser el próximo Kidd Keo, Bad Gyal o Nathy Peluso. Y el beef, como “muestra de poder” ante el rival, ante un ex, o ante el contexto social, es un recurso de empoderamiento. Al fin y al cabo, a muchos de estos chicos, como a los neoyorquinos de aquel South Bronx de los 80, no les queda otra cosa que sus amigos, sus rimas y sus sueños.
¿El ‘beef’ musical como venganza tóxica?

Por supuesto, el beef musical, tal y como hemos visto, es un recurso peligroso en el momento en el que abandona su contexto netamente creativo para integrarse en otros entornos. El ejemplo más flagrante de esta mala gestión del beef es el ya comentado enfrentamiento entre raperos de ambas costas en Estados Unidos que terminó con varias muertes violentas.
Pero sin llegar a ese punto, cabe preguntarse si el beef musical puede ser un arma de doble filo que haga (demasiado) daño a los dos ejecutantes que empuñan ese “arma creativa”. Porque ensañarse en el propio dolor, a nivel psicológico, puede ser catártico… pero también destructivo. ¿Dónde está el límite?
Difícil establecer una línea roja, pero la historia del arte está plagada de grandes obras construidas sobre actos vengativos, pero también creativos. ¿Qué sería de la historia de la música si eliminásemos todas las canciones que hacen referencia a relaciones rotas?
Abrir nuestro corazón y mostrar el rastro de sangre que ha dejado una relación sentimental es una fuente inagotable de creatividad, pero insistir en ese camino puede provocar que esa herida no termine de cerrar. Hay que saber pasar página y buscar nuevas fuentes de inspiración si no queremos quedar atrapados en la dolorosa nostalgia de lo que puedo haber sido y no fue.
Desde esta perspectiva, el beef, alejado de su contexto creativo, puede ser un instrumento que genera una carga tóxica. Porque, en el fondo, la venganza, como dice el filósofo Joan-Carles Mèlich siempre conlleva dos tumbas: la del culpable y la de la víctima: una vez que la venganza es consumada, la víctima se vacía de energía, cava su propia tumba.
No hay que olvidar, en este sentido, que, pese a que la venganza haya sido sublimada por la cultura popular, se haya detrás de la motivación de las mayores tragedias de la historia de la humanidad. Así que ceder ante la seducción catártica de la venganza es un juego muy peligroso, aunque sea tan solo para apuntalar un “inocente” beef musical.
El ‘beef’ musical (mainstream) como negocio multimillonario

Tal vez el beef musical de unos chicos de Aluche no tenga otro fin que pasar un buen rato y echar unas risas, pero los beefs en los que se meten grandes figuras de la música popular no tiene nada de inocente ni de espontáneo. Es arte, sí. Y mucho dinero. Por eso Ice Cube abandonó N.W.A. y por eso los chicos de Dre se presentaron en casa de Eazy-E con unos bates de béisbol: “It’s just business, man”.
Ya lo decía Russell Simmons, fundador junto a Rick Rubin del mítico Def Jam Recordings en relación a la tragedia en la que desembocó el enfrentamiento Este-Oeste: “a veces, a las discográficas no les importa que el artista muera… con tal de que siga vendiendo”.
Y él sabe bien de lo que habla siendo uno de los personajes más ricos del mundo del hip hop. Si aquella rivalidad se transformó en una lucha abierta a nivel mediático fue porque la polémica vende. Y no hay polémica más jugosa que la personal, aquella en la que salen todo tipo de trapos sucios.
Llegados a este punto, la toxicidad o el empoderamiento del beef ya son cuestiones menores. Lo que se mira entonces son las reproducciones en Spotify y el ruido mediático que despierte el enfrentamiento. Cuanto más, mejor. Los ingredientes más o menos sensibles que se usen para condimentar ese beef ya depende de cada artista (de su discográfica, de su agente y de sus abogados) y de hasta dónde quieran llegar todos juntos por “amor al arte”.