Guerra personal entre dos amigos como supuesta alegoría de una guerra civil, la alienación y el desquiciamiento de los habitantes de un pueblo solitario, la pérdida de la inocencia, la crisis existencial ante la cercanía de la muerte, el maltrato físico y psicológico, el canibalismo y la torpeza emocional.
Son muchos los temas que aborda, con mayor o menor eficacia narrativa, Almas en pena de Inisherin, pero es evidente que algo nos está queriendo decir sobre la gestión emocional de hombres supuestamente maduros. A continuación, tratamos de exponer lo que esta premiada película nos podría enseñar acerca de la torpeza emocional masculina. (Atención, este texto contiene spoilers sobre la película).
Almas (y mentes) en pena de Inisherin

Nueve nominaciones a los Oscar, mejor film británico para los BAFTA, mejor comedia, guion y actor en los Globos de Oro, y mejor guion y actor en el Festival de Venecia. No cabe duda de que, para la crítica especializada, Almas en pena de Inisherin es una de las películas del año 2022.
Dirigida por el angloirlandés Martin McDonagh que triunfó hace unos años con Tres anuncios en las afueras, es una película ambientada durante la guerra civil irlandesa en un pequeño pueblo en una isla aislada de la contienda. La trama principal gira en torno al conflicto entre dos amigos, Pádraic (Colin Farrell) y Colm (Brendan Gleeson) ante la impotencia de Siobhán (Kerry Condon), la hermana del primero.
La inocencia perdida de un alma pura (y torpe)

“¿Nunca te sientes solo? ¡Cómo solo! ¿Qué os pasa a todos?”. Ante el intento de su hermana Siobhán de “abrir su corazón” y exponerle un conflicto emocional (e intelectual) que ella está viviendo, Pádraic reacciona a la defensiva, minimizando el problema de su hermana, que es el suyo, que es el de todos y cada uno de los habitantes de Inisherin. Pero él no lo sabe, porque apenas se conoce a sí mismo, como para conocer el alma (y la mente) de su hermana.
Pádraic demuestra a cada gesto, a cada actitud y a cada palabra que es incapaz de comprender las emociones y los conflictos mínimamente complejos que le exponen sus vecinos, especialmente su amigo Colm y su hermana. Para él la vida es mucho más “sencilla” que eso: es amabilidad, trabajo, pintas de cerveza, una borrachera de vez en cuando y amor. Porque Pádraic ama a su hermana, a su amigo y a sus animales. Se puede decir que Pádraic no conoce el odio ni el mal. Y eso le redime, pese a su evidente torpeza emocional.
Pero Pádraic es un ser humano con un cerebro. Y aprende. Y cuando alguien se niega a aprender o tiene dificultades intelectuales para aprender, el aprendizaje, inevitable, llega a base de desgracias, de sucesos intensos y extremos que ponen a la persona ante un abismo.
Pádraic vive en apenas unas semanas tres eventos que le obligan a aprender. Su amigo le “deja”, su hermana se va y su burro se muere. Es el final de la inocencia para Pádraic. A algunos hombres nos llega antes, a otros después. Pero suele llegar tarde o temprano. Y entonces conoces el lado oscuro de las cosas.
Ese lado oscuro incluye el odio, la ira, la violencia, la soledad, la alienación y muchas otras cosas oscuras con las que (casi) todo ser humano ha de convivir en algún momento. Pero, aunque aprender lo malo “no es bueno”, es necesario e inevitable, porque te ayuda a comprenderte a ti mismo y a los demás. No sabemos si Pádraic ha llegado a comprender a su amigo (lo cual es bastante complicado), pero sí a su hermana. Ahora sabe porque ella se ha ido del pueblo, dejándolo solo: para salvarse y, probablemente, para salvarle a él.
La crisis existencial de un alma pretenciosa (y torpe)

Un buen día Colm se levanta por la mañana. Se fuma un pitillo y se da cuenta de que su vida ha sido un aburrido sinsentido. Y lo que es peor para él, que nadie nunca le recordará. Porque nadie “recuerda a las personas amables, pero sí a Mozart”, a todos aquellos artistas que dejaron un legado, aunque fueran seres más o menos desagradables, más o menos crueles.
Y le entran las prisas. Hay que escribir una canción para perdurar, para ser recordado, aunque sea en su pueblo. Para que digan, “ahí yace Colm, el que escribió The Banshees of Inisherin, aquella preciosa balada”.
Porque si no hace algo con su vida, y pronto, nadie le recordará. Porque la torpe condescendencia hacia a su amigo Pádraic, verdadera raíz de su absurda relación, no es justamente un legado inmemorial, ni lo es su amor por su perro, ni tampoco lo es su mayor o menor habilidad con el violín en las veladas nocturnas del pub de Inisherin.
Pero para ponerse a escribir una balada perdurable es imprescindible deshacerse de todo lo que le “roba tiempo”: y el aburrido e inculto de su amigo Pádraic es lo que más tiempo le quita. Las soporíferas conversaciones sobre cacas de burros no son lo suficientemente estimulantes y hay que cortar por lo sano. ¿Y cómo lo hacemos? Pues eso, de raíz: “ya no quiero ser tu amigo, no me hables más, déjame en paz, y como no me dejes en paz, dejo de respirar” como la hija menor de Gru cuando se quedó sin su unicornio de juguete.
Y así se muestra Colm a lo largo de la película, como un contradictorio existencialista capaz de devastar cruelmente a su examigo con tal de tener un poco más de tiempo para componer. “No puedes dejar de ser amigo de alguien de repente”, le reprocha Siobhán. Pero Colm ya ha tomado su decisión: de la condescendencia a la crueldad. Sin contemplaciones, que tengo prisa, que soy un artista.
Porque todo lo que hace Colm en la película es bastante inverosímil, y la única manera de salvar su postura es tomarla como metafórica, no al pie de la letra, porque si el espectador la toma al pie de la letra, desde luego, el planteamiento global de la película se viene abajo.
Colm usa a Pádraic para sacrificarse. Hastiado de una existencia completamente irrelevante, alienado en un pueblo en el que no es posible escapar de la amargura, en el que es un milagro no terminar desquiciado, decide solventar su crisis existencial mutilándose para olvidarse de su música e hincar la rodilla ante la vida, tras su clímax creativo. Para él ya es tarde para salvarse, está condenado por su orgullo, por su nihilismo y su torpeza.
No así Siobhán, la única persona del pueblo que es capaz de vislumbrar una solución, aquella que comprende que la vida es un valle de lágrimas si dejamos que así sea, si nos quedamos parados, inertes, siendo devorados por nuestra amargura.
La clarividencia de un alma asfixiada

El amor puro entre Pádraic y Siobhán, junto a los paisajes irlandeses, cargan de belleza esta película. Y es ese amor lo que mantiene a Siobhán anclada en esa casa perdida en una colina de Inisherin. El amor a su hermano y las historias que lee en sus libros, aquellos que hablan de esa soledad que todos sienten en el pueblo, pero ninguno conoce, ninguno sabe manejar.
Por eso, cuando recibe esa carta, Siobhán sabe lo que debe hacer. La mujer no “abandona” a su hermano en su peor momento, sino que trata de salvarlo, y salvarse. La única manera de que Pádraic se enfrente a la vida, aún a riesgo de perder su inocencia, es hacerlo sin el apoyo de su hermana.
Y, por supuesto, Siobhán se salva a sí misma, porque alienada y sola en Inisherin (existencialmente hablando) terminará como sus vecinos. Ella entiende que hay caminos para dejar de vagar como almas en pena por la vida esperando la muerte entre pintas y brujas shakesperianas.
Pero para recorrerlos hay que gestionar el orgullo (“sois todos tan aburridos con vuestros agravios”), hay que manejar, en fin, las emociones. Y a buen seguro, además, que, al otro lado de la costa podrá por fin tomarse un jerez en el pub… sin que su hermano tenga que invitarla primero.
No paráis de escribir PADRIAC sin molestaros en verificar la ortografñia de ese nombre tan irlandés. Es PADRAIC y se pronuncia Padric pues es el equivalente irlandés del británico Patrick