El fracaso de la lobotomía nos debe poner en guardia, debe alentar nuestro sentido crítico, incluso con la medicina, con la ciencia. ¿O de verdad piensas que todo lo que la medicina practica hoy en día será considerado ‘normal’ en el futuro? Desde luego que no. Y, por otro lado, ¿el ‘futuro’ siempre tiene razón? La cuestión es: ¿qué estamos haciendo mal hoy en día? ¿cuáles son las lobotomías de nuestra era?
Porque hubo un tiempo, no hace tanto, en el que un neurólogo que fomentó una controvertida práctica de psicocirugía consistente en destruir parte del cerebro fue considerado un visionario merecedor del Nobel.
Os explicamos por qué la lobotomía pasó en pocos años de hallazgo histórico a tabú médico, de prometedor tratamiento de complejas enfermedades mentales a broma recurrente sobre el lado más siniestro de la ciencia.
Lobotomía: si no hay más opciones, destruimos (parte) del cerebro
En 1937, las instituciones mentales de Estados Unidos alojaban a más de 450.000 enfermos cuyo coste de mantenimiento se elevaba a 24.000 millones de dólares. Y lo que es peor, no existían tratamientos esperanzadores para abordar las enfermedades mentales más complejas, más allá de recluir, atar y dar unos electroshocks a los enfermos.
Y entonces llegó la lobotomía. Bueno, a decir verdad, esta práctica de psicocirugía no es un “invento” de nuestra era, sino que, como indica Miquel Balcells, neurólogo del Hospital Universitari del Sagrat Cor de Barcelona en este artículo, la trepanación con fines terapéuticos tiene una gran historia: en las culturas clásicas de Egipto, Grecia y Roma ya se perforó el cerebro en casos de traumatismos craneales o epilepsia.
Pero el antecedente moderno de la lobotomía es el caso de Phineas Gage que sufrió un accidente laboral en 1848 por el que una barra de hierro le perforó el cerebro: como secuela presentó un cambio de carácter incluyendo desinhibición, irresponsabilidad y actitud antisocial. Y entonces los neurólogos se preguntaron: ¿y si…?
Balcells señala que la psicocirugía moderna se inicia 40 años después con Johann Gottlieb Burckhardt que practicó “la resección de parcial del córtex parietal y temporal (topectomía) de un enfermo que sufría graves trastornos de conducta”: las áreas extirpadas se consideraban responsables de los trastornos del enfermo, pero la solución del psiquiatra suizo no convenció a la comunidad médica… aún.
Habrían de pasar otros 50 años para que la psicocirugía comenzara a tomarse en serio. Fue en el II Congreso Internacional de Neurología en Londres en el que John F. Fulton presentó una experiencia con chimpancés sometidos una resección bilateral del córtex prefrontal.
Egas Moniz, ¿Premio Nobel por hurgar cerebros?
Y allí, en aquella conferencia, estaba Egas Moniz, futuro Premio Nobel, y verdadero impulsor de la lobotomía. Siguiendo los experimentos de Fulton, Moniz llevó la psicocirugía a humanos aplicando su técnica de desconectar el tálamo del lóbulo prefrontal: en concreto, y mediante un leucotomo (un fino instrumento con un extremo cortante) que se colocaba en el agujero de la trepanación, se seccionaba la sustancia blanca de la parte superior del lóbulo frontal.
¿Y para qué?, ¿para que “meter mano” en el cerebro? Para tratar “casos perdidos” de ciertas enfermedades mentales. En una conferencia de 1948, se presentaron los resultados de leucotomías en 233 enfermos con esquizofrenia crónica: Moniz aseguró en la introducción de aquella conferencia que era evidente que el lóbulo frontal participaba en las funciones psíquicas, lo que coincidía con las ideas de Ramón y Cajal que afirmaba que la neurosis era debida a un pensamiento reiterado, repetitivo o distorsionado, que tenía un sustrato orgánico en determinados circuitos neuronales.
Así pues, “era lógico que la intervención quirúrgica sobre el lóbulo frontal, actuando sobre sus conexiones, mejorase el cuadro de las enfermedades mentales”.
Esta lógica aplastante se llevó el Nobel al año siguiente de la Conferencia de Psicocirugía de 1948. Y entonces llegó a Walter Freeman, su lobotomobile y sus lobotomías en fin de semana: “vamos, vamos… que me quitan el orbitoclasto de las manos”.
Walter Freeman y el canto del cisne de la lobotomía
El neurólogo Walter Freeman también estaba en la Conferencia de Londres que inspiró a Moniz, pero el norteamericano decidió cambiar la técnica de intervención debido a los efectos secundarios que suponía el método de su colega: “Freeman adoptó la vía transorbitaria destruyendo las fibras tálamo prefrontales practicando cortes con el orbitoclasto, instrumento quirúrgico de su invención, formado por un instrumento en forma de piolet con un mango graduado”.
De tal forma que, a partir de Freeman, la lobotomía no precisaba de anestesia ni realizarse en un quirófano: ahora bien, sí era necesario una dosis de electroshock a los enfermos para que durante el coma postconvulsivo se realizase la intervención.
Así, Freeman logró que la lobotomía se practicase de forma indiscriminada en las instituciones psiquiátricas de Estados Unidos: “el propio Freeman adiestraba al personal para que ellos mismos pudieran aplicar la técnica”.
A pesar de que Freeman no era cirujano, llegó a practicar personalmente 3.000 intervenciones en 23 estados de Estados Unidos, muchas veces en el propio domicilio del enfermo: así se bautizó al lobotomobile, el vehículo del lobotomizador más infatigable del país.
En este sentido, la lobotomía se practicaba a “enfermo crónicos ya de por sí irrecuperables”. Pero a pesar de que en 1942 Freeman presentó la monografía Psychosurgery con los primeros resultados de su experiencia (señalando que un 63% de 200 enfermos mejoraron tras la lobotomía), esta práctica comenzó a despertar sospechas, hasta el punto de que Watts, el principal apoyo de Freeman, abandonó el barco por la “falta de metodología quirúrgica y el uso de electroshock“.
¿Qué opina la medicina actual de la lobotomía?
Pese a que dado el tipo de intervención es hasta cierto punto lógico ironizar sobre la lobotomía, lo cierto es que fue una práctica “comprensible” para muchos profesionales médicos, como señala Balcells: “La difusión de la lobotomía, primera intervención quirúrgica que puede denominarse psicocirugía, aún con lo novedoso y por ello arriesgado, tenía una justificación por la carencia de tratamiento para las enfermedades mentales, que en aquellos años se reducía al aislamiento y la sujeción del enfermo, y el electroshock”, entre otros “tratamientos”.
La ausencia de fármacos adecuados, así como el ingente gasto que suponía para las arcas públicas el mantenimiento de las instituciones psiquiátricas, fueron las otras causas que ayudaron a fomentar la lobotomía.
Así pues, a pesar de todo, no parece que Egas Moniz ni Freeman fueran neurólogos siniestros adictos a hurgar cerebros, sino que, con mayor o menor acierto, buscaron una solución para unas terribles enfermedades sin tratamiento. Pero se equivocaron en buena parte de sus conclusiones como los análisis actuales han demostrado, pese a que sus estadísticas mostraron que un porcentaje considerable de enfermos intervenidos presentaban mejorías.
En este sentido, estudios posteriores como este revelan que todos los enfermos lobotomizados presentan atrofia del lóbulo frontal y signos de degeneración en el núcleo medial-dorsal del tálamo con importante reducción del número de células, entre otros problemas.
Así pues, se demostró que la lobotomía era una solución en la que los riesgos superaban ampliamente los beneficios, especialmente tras la generalización de los fármacos para el tratamiento de enfermedades mentales que, como sabemos, tampoco están exentos de riesgos y también tienen su controvertida vertiente económica. Pero esa es otra historia.
Ahora bien, tal vez en el futuro el mejor conocimiento de las estructuras del cerebro y sus funciones nos permita asegurarnos mejor de dónde hay que tocar (y cómo hacerlo sin riesgo) para tratar determinadas enfermedades mentales. Así que tal vez en el futuro, quién sabe, la lobotomía, como los chándal de táctel, vuelva a ponerse de moda.
Analizar individualmente cada caso
Las lobotomías servirían en algunos . Cingulotomias o callosotomias en otros