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El abuelo del 15-M no se retira

Mientras otros jubilados juegan a las cartas, ven medrar las obras o pasean a los nietos, Francisco Román Oter no se pierde a sus ochenta años ninguna manifestación en Madrid.

Francisco Román Oter alza el puño en la Puerta del Sol, donde se gestó el 15-M. / HENRIQUE MARIÑO

Llega puntual a la cita y le toca esperar. Está acostumbrado, porque es lo que lleva haciendo desde hace décadas, pero la Tercera República no llega.

- Disculpe el retraso. ¿Todo bien?
- No, todo mal.

Francisco, en vez de dar los buenos días, da los peores. Antes de nada, deja claro que ningún camarada lo llama así. “Por ese nombre nadie me conoce en la lucha. Soy Román para todo el mundo”. Aunque, para ese otro mundo posible que se gestó hace cuatro años en la Puerta del Sol, también es el abuelo del 15-M. Sigue igual: boina calada, jersey de punto, insignia republicana y zurrón al hombro.

La misma estampa que aquella noche de junio, allá por 2011, en la que tomó el megáfono para dirigirse a centenares de concentrados ante el Congreso. "Tenéis toda la razón del mundo. Los compañeros policías lo saben y los que están dentro, mucho más. Nos han llevado a una situación sin salida". Los manifestantes lo interrumpieron con un grito: “Este hombre sí nos representa”. Luego, aquello de “¡presidente!, ¡presidente!”.

Francisco Román Oter (Olmeda de las Fuentes, 1934) ya ha cumplido ochenta años. Mientras otros jubilados juegan a las cartas, ven medrar las obras o pasean a los nietos, él no se pierde una manifestación. Enumera: el viernes estuvo en una protesta a favor de los derechos de los refugiados, el sábado con los “maravillosos chavales” de las brigadas forestales, el domingo con los afectados por los niños robados durante el franquismo, el lunes en una reunión de la Asociación de Víctimas del Estado Español (Avices), ayer…

“Si empiezo a contar las organizaciones en las que he estado en los últimos sesenta años, no termino hoy”, presume Román, nacido en un pueblo de la Alcarria alcalaína que con el tiempo cambió de apellido. “Cuando nací era Olmeda de la Cebolla”, insiste siempre que le preguntan por sus orígenes: nieto de cangrejeros, una vida en borrico para vender la mercancía en Ventas; hijo de taberneros, que servían vino de Valdilecha en botellas vacías de agua de Carabaña.

Su casa era el Harrods del lugar, una posada-tasca-estanco-tienda que contaba con un salón de baile amenizado por un organillo y con una cuadra para veinte muletas. Cuando no ayudaba junto a sus cuatro hermanos en las tareas de rigor, iba a la escuela de Manolito el Ojitos, “ni estudios ni nada”, o se escapaba al campo. “Yo he sido durante mucho tiempo un bicho malo. Le metía mano a todo: culebras, lagartos y, por descontado, conejos”, recuerda el niño Francisco, que a los diez años se fue a estudiar a Madrid. “Estuve con los calasancios y con los baberos, pero me dieron sopas con hondas porque venía con muy poco nivel”.

Quiso ser botones del Banco Español de Crédito, trabajó en Calzados Penalva, hizo la mili en Hoyo de Manzanares y dos años después regresó, ya para siempre, a Madrid. “Lo primero que hice fue sacarme la cartilla del taxis”, recuerda Román, matrícula 8393, cuarenta años de peseta y vecino de la Colonia de los Taxistas de San Blas. “Cuando me jubilé, vendí la licencia porque no quería que mis hijos tomaran el testigo. Ellos tenían un pequeño estudio y yo había sufrido al volante. No era capaz de callarme y tuve discusiones terroríficas con la extrema”. Se come la palabra derecha. “Tengo que estar muy acojonado para no decir la verdad”. La suya: “El franquismo sigue intacto desde 1939. Hay que limpiar este país”.

A veces, Román no encuentra un nombre en su cabeza y zarandea el pasado, a ver si le viene. Por ejemplo, el de “una artista muy maja” que cantaba Las flechas del amor y con la que se llevaba tan bien. “Hace veinte años tuve una depresión y se me borró todo, aunque he recuperado el ochenta por ciento de la memoria”, confiesa. “Coincidió con la muerte de mi hijo y con la caída de mis ideales”. Y carga contra Santiago Carrillo, “mi secretario general”, por reformista. “Alguien que se traga a la monarquía y a la Iglesia no es comunista ni es nada”.

Román tiene otros dos hijos, pero ya no milita en ningún partido. Cuando dejó el PCE, se pasó al Partido Comunista de los Pueblos de España y, luego, a Corriente Roja. “Las direcciones de los partidos y los sindicatos están vendidas”, sentencia este hombre menudo, todo fibra, que vivió sus días de gloria en el kilómetro cero cuando “el 15-M hizo resurgir la esperanza”. Ahora cree que es tiempo de un nuevo frente popular que tome el Parlamento, encabece un Gobierno de transición y le dé una patada a la monarquía.

“Pero hay veinte millones de españoles que sólo tienen estómago y cartera”, bufa. “Aquí arrasaron con los grandes maestros y poetas y ahora mandan los de siempre: terratenientes, gran empresa, banca e Iglesia”, afirma el encargado de distribuir El Otro País, un periódico de contrainformación que nunca falta en su carpeta. “Ya ves que estoy regañado contra todo el sistema”, concluye Román, empeñado en la recuperación de la memoria histórica y de la suya propia. Su amiga artista, por cierto, se llama Karina.

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