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Confinamiento en Illa Grossa Siete años de confinamiento en una isla poco más grande que Alcatraz

Mucha gente ni siquiera sabe que existe un peñasco de 14 hectáreas y lleno de escorpiones llamado Illa Grossa a 28 millas de Alcalá de Chivert (Castellón). Y menos todavía que alguien vive en él. Bruno Sabater ha pasado la mitad de los últimos 14 años viviendo su particular 'cuarentena' en las casernas situadas junto al viejo faro.

00. Este petirrojo se hizo amigo de Bruno Sabater cuando regresaba a Europa desde África. Sabater nunca lo enjauló. -PÚBLICO
00. Este petirrojo se hizo amigo de Bruno Sabater cuando regresaba a Europa desde África. Sabater nunca lo enjauló. -PÚBLICO

"Míralo de este modo: la isla puede ser mágica o un maldito infierno. ¿Recuerdas aquella canción de los Tigres del Norte? Aunque la jaula sea de oro no deja de ser una prisión", dice Bruno Sabater.

Hasta hace un par de días soplaba un fuerte viento de levante que le impedía embarcarse hacia la isla donde ha pasado casi una sexta parte de sus 42 años de vida. Siete años ha habitado en un peñasco de la extensión de diez campos de fútbol. La mala mar mediterránea es peor a menudo que la del Atlántico porque los trenes de ola son más cortos, de manera que los relevos se postergan como en los viejos tiempos de los fareros heroicos cada vez que una tempestad se ensaña con las costas.

Pero tan pronto como amainó el temporal, el castellonense volvió a embarcarse para regresar a Illa Grossa, el mayor de los islotes de las Columbretes. Allí se encuentra ahora mientras el mundo se defiende de un virus insidioso que los científicos no han logrado descifrar aún. Claro que ya está acostumbrado a ello. Su rutina de los últimos 14 años ha consistido en pasar quince días en la isla junto a otros dos guardas marinos y otros quince, en la Península.

No es una ciencia exacta. En 2008, no se efectuó el relevo y llegó a pasar un mes y medio sin volver a su casa. Y aunque el confinamiento sea consentido, uno debe reinventarse en tales circunstancias para no acabar matando al compañero, exactamente igual que Robert Pattinson y Willem Dafoe en el último largometraje de Robert Eggers, El Faro.

"Uno se termina acostumbrando a la belleza y esta ya no es suficiente para distraer las horas muertas"

A decir verdad, la isla de la película es más vasta que la mayor de las Columbretes. La única senda que atraviesa la estrecha franja rocosa emergida con forma de herradura de Illa Grossa no alcanza los mil metros de extremo a extremo. "Conozco cada palmo del camino de memoria porque he pasado miles de horas caminando por allí", dice Bruno.

"Uno se termina acostumbrando a la belleza y esta ya no es suficiente para distraer las horas muertas si no aprendes a vivir bajo tales condiciones y a inventar nuevas formas de lidiar con el modo diferente en que discurre el tiempo en un entorno así. Y no todos lo consiguen", afirma.

Las Columbretes

La historia del las Columbretes es fascinante. Deben su nombre a la abundancia de culebras y serpientes que hallaron los primeros navegantes griegos y latinos que documentaron su existencia. "Ophiusa", la llamaron los griegos y "Colubraria", los romanos. Incluso los íberos se refirieron a ella como "Moncolubrer" o "Monte de las culebras". Para acabar con ellas se sirvieron de presos, que lograron finalmente exterminar a los ofidios haciendo arder su vegetación y su maleza. Hace cerca de 70 años que no se ha vuelto ver a una.

El faro de las columbretes, al final de la tormenta. - BRUNO SABATER
El faro de las columbretes, al final de la tormenta. - BRUNO SABATER

Si hubiera de bautizarse nuevamente la llamarían "isla de los alacranes". Nadie que haya vivido en el peñasco se ha librado de sus dolorosas picaduras. Bruno, tampoco. Las tres familias de los antiguos fareros que ocupaban la isla hace setenta años apoyaban las patas de las camas sobre botes llenos de agua para impedir que treparan y se introdujeran entre las sábanas, tal y como se narra en un documental Aillats, producido hace cinco años por Patricia González, Eva Mestre, Xavi del Señor y Fernando Ramia. Se cuenta también en la película que la langosta era tan común que la daban de comer a las gallinas.

Durante muchos siglos, las Columbretes fueron refugio de pescadores, contrabandistas y piratas hasta que, a mediados del XIX, se construyó su faro, hoy automatizado. Cuatro familias llegaron a atenderlo en sus tiempos de esplendor. Debían pescar, cultivar una parcela y criar algunos animales para sobrevivir porque los pertrechos y enseres que recibían cuando el tiempo lo permitía no alcanzaban siempre para cubrir sus necesidades y las entregas y sus relevos no podían darse nunca por seguros. Varios murieron y fueron sepultados en la roca.

El faro decimonónico de las Columbretes fue reconstruido hace unos años, pero ya nadie lo ocupa salvo que, eventualmente, deba acomodarse a los miembros de alguna expedición científica. Sabater y el resto de sus compañeros ocupan un edificio más moderno, donde conviven apretados y tienen que poner a prueba con frecuencia su templanza. No ha llegado nunca la sangre al río, pero las discusiones por trivialidades son comunes, especialmente al final de cada uno de los turnos quincenales. En verano son cuatro, dos guardias marinos y dos de tierra. Pero ahora solo hay tres. Hay que saber lidiar con un espacio tan reducido para afrontar la convivencia.

La extensión total de la reserva marina es de 5.000 hectáreas. El conjunto del archipiélago tiene una superficie emergida de 19 hectáreas, 14 de las cuales se levantan sobre el mar en las formaciones rocosas de la isla mayor. Illa Grossa tiene una caprichosa y hermosa forma de herradura. En su punto más alto, a 67 metros sobre el mar, se encuentra el faro. Hay además otros tres grupos de islas menores en el archipiélago: La Ferrera, La Foradada y El Carallot, además de escollos y bajos, y todo dentro de una orografía salpicada de cráteres y chimeneas volcánicas.

En verano fondean casi a diario embarcaciones de recreo en alguna de las dieciséis boyas que hay en la bahía. Pero cuando llega el mal tiempo pueden pasar muchos días sin ver a nadie. Solo de tanto en tanto amarra junto al peñasco un buque del Estado o algún barco pesquero, la mayoría de trasmayo, porque los de arrastre van y vienen desde la Península sin entrar en la reserva.

La dureza del otoño

Al final del otoño es cuando en verdad se pone a prueba a sus isleños. "Y aun así —dice Sabater— los inviernos poseen una belleza extraña. Hay algo fascinante en Contemplar desde lo alto de la roca las temibles tempestades que azotan esta parte del Mediterráneo. El invierno es soledad y mala mar, vientos terribles que golpean la isla con una violencia que lo rompe todo. Hasta las placas solares del faro están trincadas con zapatas de cemento para impedir que las galernas las arranquen de cuajo", describe. Cada seis o siete años, algún rayo impacta contra las estructuras.

La caserna de los guardas en Illa Grossa tiene 80metros de superficie. Fue construida por picapedreros en un rincón del peñasco que la protege de los aires del norte y el oeste. El resto de la isla se halla completamente a merced de esos vientos furiosos que soplan en invierno. Y aun así sus condiciones de vida son mejores que las de los antiguos fareros que les precedieron.

Tempestad invernal en Illa Grossa, Columbretes.-BRUNO SABATER
Tempestad invernal en Illa Grossa, Columbretes.-BRUNO SABATER

En el pequeño cementerio yacen los restos de niños muertos de infección. La historia del peñasco habla igualmente de náufragos e ilustres visitantes como el archiduque Luis Salvador. Quedó tan fascinado por ese pedazo de tierra que escribió un libro sobre su fauna y su vegetación.

El trabajo de Bruno y de sus compañeros consiste esencialmente en realizar trabajos de mantenimiento y en cuidar de la reserva. O para ser más precisos, se ocupan de registrar datos meteorológicos; de las labores domésticas propias de una vida en aislamiento; del mantenimiento de la embarcación, los motores, los generadores, los compresores y el tractor con los que prestan servicio.

"No hay forma de separar el turno de diez horas de tu vida común, ni de zafarte de tus compañeros"

Colaboran también en campañas científicas de estudio del impacto pesquero organizadas por las administraciones, así como en el avistamiento de cetáceos. En un lugar así, no hay modo de trazar un límite preciso entre el lugar de trabajo y el espacio donde vives. No es posible no atender un may day porque uno haya terminado el turno diario de diez horas de trabajo.

"En nuestro comedor está el radar y la emisora. No hay forma de separar el turno de diez horas de tu vida común, ni de zafarte de tus compañeros. En cierta ocasión escuché una llamada de socorro de alguien que estaba a punto de irse a pique frente a la Salera, en Valencia. Salvó la vida porque se dio la circunstancia de que yo estaba junto a la emisora y un helicóptero en vuelo de reconocimiento se encontraba en el lugar donde su embarcación se hundía", recuerda.

"Es normal por lo tanto que en un lugar así se produzcan roces por nimiedades como que tu compañero no haya puesto celo en hacer una comida decente. Pero hay que aprender a no dejarse llevar y a rectificar, a perdonar o a pedir perdón. Al final de los turnos de 15 días, las estupideces se magnifican. Y eso es probablemente lo que está sucediendo en muchas casas durante la pandemia", asegura.

"Estuve cuatro días en una celda, pero nunca he estado tiempo preso. La gente ahora se queja del aislamiento, pero en realidad lo que sucede es que estamos demasiado mimados y consentidos. Hemos perdido la capacidad de encararnos con los contratiempos y cualquier cosa nos produce una profunda frustración. La isla no es peor que la cuarentena, pero sí siento que he aprendido en ella a vivir aislado y que podría pasar meses lejos de todos y de todo, como de hecho, ya hago. Algo me dice que lo que nos pasa es una advertencia, un recordatorio de nuestra fragilidad y de una debilidad que contrasta con nuestro arrogante modo de estar en este mundo", advierte.

El islote es apenas dos veces más grande que el de la cárcel de Alcatraz. "Si deseas estar aislado, si el mar y el viento es suficiente para ti, no hay un lugar más bello”, dice Bruno. "Pero si te instalas en la desidia y te dejas llevar por pensamientos lúgubres, este lugar se vuelve contra ti y lo percibes como una jaula, como la prisión que de alguna forma es. Es un pedazo minúsculo de tierra donde apenas puedes caminar novecientos metros de extremo a extremo. He llegado incluso a contar mis pasos. Pero jamás he sentido que no podía soportarlo más. Casos se han dado", apunta.

El castellonense Bruno Sabater, bajo el faro de las Columbretes. -PÚBLICO
El castellonense Bruno Sabater, bajo el faro de las Columbretes. -PÚBLICO

En épocas pasadas, los fareros dependían del agua de los aljibes y los barcos de aprovisionamiento lo eran todo. Quienes les precedieron no podían, por ejemplo, permitirse el lujo de dejar que los depósitos de agua se les llenarán de excremento de gaviota o cormorán, lo que explica, entre otras cosas, que algunos se ensañaran con las aves como Dafoe en la película de Eggers. Hoy, Sabater fraterniza con los pájaros.

Solo en un estado mental como el que produce el aislamiento extremo podría este guarda marino haber reunido el tiempo y la predisposición de ánimo que se precisan para granjearse la amistad de un petirrojo. "He visto mil amaneceres, mil atardeceres de una belleza sublime pero nada comparable a aquella ocasión en que uno de esos pájaros migrantes que regresaban a Europa desde África por estas mismas fechas se detuvo junto a mí mientras leía. Era un pequeño pájaro, y a diferencia de otras aves, mostró la suficiente confianza como para aproximarse al sitio donde yo estaba. Me crié en una granja y conozco algunos trucos que solemos usar con las gallinas. Así que durante varios días, comencé a producir un sonido con la boca cada vez que le daba comidita. Al cabo de algún tiempo, acudía hasta mí cada vez que lo llamaba y se posaba en mi hombro. Fue una relación muy especial con una criatura libre y salvaje, algo que jamás he vuelto a experimentar. Al terminar mi turno, transcurridos quince días, me planteé tomarlo para mí y enjaularlo pero desistí. ¿Conoces Txoria txori, la canción de Mikel Laboa? Si le hubiera cortado las alas, no hubiera escapado. Pero así, hubiera dejado de ser un pájaro. Y yo lo que amaba era el pájaro”.

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