Este artículo se publicó hace 2 años.
La solidaridad entre pueblos salva a 130 personas en el 'convoy de la esperanza'
La caravana de los taxistas de Madrid recorrió más de 6.000 kilómetros y cumplió su objetivo de llevar a las personas refugiadas con sus familias de acogida, que ya están en España sanos y salvos.
Madrid-Actualizado a
"¡Ya tengo a una de mis familias en Marbella!", escribe entusiasmado por WhatsApp, Marcos Baltasar, uno de los conductores en el viaje del convoy España-Polonia en el que también estuvo Público. El ‘convoy de la esperanza’, que no entiende de buenos o malos, relaciones políticas o internacionales, pero sí de la solidaridad con los que sufren, como hoy lo hace el pueblo de Ucrania.
La madre de Alex, le envía a Marcos una foto de su hijo con una gran sonrisa en el paseo marítimo de Marbella. Parece mentira que después de escapar de las bombas sobre su casa en Járkov estén en uno de los paisajes más reconocibles de nuestro país, a más de 4.000 kilómetros de una guerra que ha sacudido el orden mundial y la vida de millones de personas.
El viaje fue duro. Público lo ha contado día a día. A la ida, los taxistas casi no descansaron, se turnaban cada 450 kilómetros para conducir del tirón y lo consiguieron hasta las afueras de Leipzig en Alemania. Allí pernoctaron para llegar al día siguiente a Varsovia y dejar los 18.000 kilos de ayuda humanitaria que llevaban en sus coches en los almacenes provisionales de un centro comercial de la capital polaca. En la ONG Fundacja Humandoc, con base en Varsovia, se sorprendieron de que llevasen tal cantidad. "Los taxistas me llamaron diciendo que podían traerme cosas, me dijeron: Somos 34 y vamos hacia allí. No esperaba toda esta ayuda", contó a nuestro medio Natalka Dovha, una de las coordinadoras de la ONG.
El regreso
A la vuelta, más amable con el descanso, se sumó a la organización de los 68 taxistas y las 133 personas refugiadas. Ya no se podía conducir tantas horas seguidas, las "paradas técnicas" se multiplicaban, sobre todo, las de los niños que tenían que ir al baño, las madres que tenían que parar para darles de mamar -o el biberón- a sus bebés y perros y gatos que necesitaban salir de sus maletines por lo menos tres veces al día.
Las comidas eran en las gasolineras en donde José Miguel Fúnez, el coordinador del convoy, encargaba 200 menús de hamburguesas o perritos calientes. Las cenas y los desayunos se hicieron en hoteles con mayor comodidad. El convoy paró en dos ocasiones de vuelta a España, una en Alemania en el centro de Dresde, otra en Francia, en una zona de polígono pasando Troyes. Llegaban ya de madrugada con las reservas de los hoteles pactadas, las habitaciones eran de dos o de tres y los últimos en entrar siempre eran los taxistas. Hubo alguna noche que los números fallaron y que alguno de ellos creyó que le tocaba dormir de nuevo en el asiento del copiloto. Eran muchas cuentas, demasiadas personas y aún así, nadie se quedaba fuera.
Esa frase de triunfo, la de Marcos en la que contaba cómo su familia había llegado a su destino final, ha costado más de 6.000 kilómetros, de insomnio, de esfuerzo físico y económico, con el precio desorbitado de la gasolina, los hoteles, las comidas…
Y, sin embargo, no ha costado nada comparado con lo que han vivido las personas a las que salvaban.
Al llegar a Varsovia, en un pabellón con más 7.000 refugiados, Olha Shokarieva, profesora de inglés en Dimmer (Kiev, Ucrania), accede a contar su historia a Público. Estuvo varios días sin comida ni agua en su casa junto a su hijo de 15 años. A su marido y a su hijo mayor los habían llamado a combatir en la guerra. Después de una semana decidió escapar corriendo a una casa vecina y desde ahí, reunió valor para salir del país.
"El río estaba crecido, tuvimos que atravesarlo a nado, fue horrible y terrorífico"
"Vimos a algunas personas que tenían banderas blancas hechas a mano y nos dirigimos con ellos al siguiente pueblo, a casa de nuestro vecino. Un día nos decidimos a escapar caminando como siete u ocho kilómetros hasta el río. El puente que teníamos que cruzar se rompió y el río estaba crecido, tuvimos que atravesarlo a nado, fue horrible y terrorífico", cuenta con la voz entrecortada Olha, mientras rememora el momento más arriesgado de la huida y uno de los momentos de mayor miedo que ha vivido. Cuando le preguntamos por qué España, Olha recupera su voz tranquila y responde que considera que su hijo tendrá una adolescencia feliz en un país como el nuestro, "abierto y cálido".
Ella es una de las 133 personas que los taxistas han traído a España, entre los que hay más de 60 niños. La mayoría son madres con hijos e hijas pequeños, algún adolescente demasiado joven para combatir (menor de 18) y menos de una decena de personas mayores. También cuatro perros y dos gatos.
Durante el trayecto hacia España, las familias se abren poco a poco con los taxistas y les cuentan sus historias. La comunicación no es fácil porque casi ninguno sabe ni español ni inglés y los taxistas tampoco ucraniano. A pesar de que se han llevado a un traductor, no puede estar presente en las más de 40 horas dentro del taxi de vuelta, así que el ingenio despierta otras ideas: la mímica y el traductor online.
En cada parada de gasolinera se oye la voz enlatada del traductor preguntar en ucraniano: ¿Queréis algo de comer o de beber? ¿Cómo os encontráis?. A muchos les cuesta decir que sí, no tienen ganas de comer ni de beber, tienen el estómago y el corazón en otra parte. Las miradas abatidas intentan responder con agradecimiento y consideración a los taxistas, pero cualquiera que lo vea desde fuera sabe que esas personas solo quieren que todo pase y volver pronto a casa. Es lo que cuenta Elena, una mujer mayor, rusa, de unos setenta años, convencida de que en poco tiempo la guerra habrá pasado y ella podrá volver: "La guerra debe acabar cuanto antes". Su marido es ucraniano, igual que su hijo que vive en Madrid. No es la única que lo piensa, la fe en un final cercano de la guerra es un argumento que comparten varios refugiados del convoy. Otros, simplemente, se resignan a un futuro en otro país, en otra casa, con otra profesión, con otra vida.
Escapar de las bombas
Cada uno escapó cómo pudo, por sus propios pies, en tren o dentro de camiones de ayuda humanitaria.
Khrystyna Trach tiene solo 22 años, ella sabe español porque estuvo acogida con una familia de Algeciras durante tres veranos en su adolescencia. "El primer día desperté (con los pitidos de las alarmas de emergencia) y fui a llamar a mi familia, todos nos llamábamos entre todos para refugiarnos" cuenta Trach que ha dejado a los suyos en Ucrania apegadoss a su hogar: "Ellos no quieren salir, no tienen un sitio para refugiarse cuando caen las bombas, están en el sótano… Llevo llorando una semana, es muy injusto, es nuestra casa". Escapó en un coche bajo las bombas: "Salí en el octavo día de la guerra de Kiev, fui al oeste de Ucrania, estuve una semana, pero la situación no era tranquila y a los quince días de la guerra escapé del país". Ahora está en Madrid con otra familia de acogida, dispuesta continuar trabajando por su país y hacer de intérprete para refugiados ucranianos en España.
Historias de vida
Los taxistas acaban por hacer de hilo conductor de historias después de horas y horas en el coche con las personas refugiadas. "Esta es mi familia asignada: una abuela, dos de sus hijas y tres de sus nietos", señala David del Pozo a las personas que vinieron en su taxi desde Varsovia. "Nos han contado su vida anterior, vienen de Járkov y su casa ha sido bombardeada, no tienen donde ir. Cada vez que hablamos con ellos rompen a llorar, su vida se resume ahora mismo en dos mochilas de colegio. De momento solo tienen un familiar en España, eso los tiene preocupados porque ni siquiera está en Madrid." Al llegar a la capital, esta familia emprenderá el rumbo a encontrarse con su único contacto en España, tomarán una cena caliente en el espacio habilitado por Mensajeros de la Paz en el centro de la ciudad, en la calle Hortaleza, y como el resto, se irán con su nueva familia.
"Me acaban de enseñar una foto de su casa destrozada. Por suerte, el resto de su familia está bien", cuenta Bea Rebollo, otra de las taxistas que lleva a tres miembros de una familia: la abuela, la madre y el hijo. "Estuvieron tres días viajando hasta que los recogimos. Tienen a una tía en Alemania y otra en Hungría, dicen que esperan poder volver a juntarse todos." El padre del niño está luchando en la guerra.
La mayoría del convoy son madres y niños, así funciona el patriarcado en esta guerra que obliga a los hombres a combatir y a las mujeres a cuidar y a mantener los ojos muy abiertos sobre sus hijos. Muchas están nerviosas durante el viaje, les cuesta dejar que los niños estén un minuto solos, tienen miedo de que se los roben. Las alertas de desapariciones y el tráfico de personas las ha mantenido en tensión durante todo el viaje. Los taxistas también lo han tenido muy en cuenta, a través del Zello- la aplicación que usan para comunicarse entre ellos- se dan indicaciones para tener a todos los miembros de una familia localizados en cada parada. "Es primordial que sepamos dónde está cada persona en cada momento, cada vez que queráis parar por cualquier emergencia avisáis por este canal de la entrada y de la salida del convoy, ¿estamos?", asevera el coordinador de la Federación Profesional del Taxi de Madrid, José Miguel Fúnez, a sus compañeros.
Los casi 70 taxistas que viajaban con el objetivo de salvar, en un principio, a más de 120 personas se organizaron con mecánica de reloj para llegar a la recogida y volver lo más rápido posible. Los móviles funcionaban como walkie-talkies, cada conductor se conectaba a una llamada en directo y hablaba con el resto de la caravana.
La entrada en Madrid se celebra con aplausos y guiños a la esperanza, con un final de luces verdes encendidas a la llegada por la Gran Vía madrileña y los pitidos de entusiasmo de otros taxistas. "No me lo puede creer. Me esperaba un recibimiento, pero aquí están todos los taxis de Madrid", se emocionaba Gabriel Fernández, taxista, a la entrada del convoy. Después de miles de kilómetros al volante, sin apenas horas de sueño revitalizador, el orgullo y los brazos abiertos de sus familias y amigos eran uno de los mejores agradecimientos. El otro ‘gracias’, el más sincero, era el de los refugiados, que, a su despedida, rompían a llorar repitiendo lo mismo: "Gracias, no lo olvidaré".
Crónica del convoy, capítulo a capítulo
Primer capítulo: La salida. Parte el convoy de la esperanza rumbo a la frontera entre Polonia y Ucrania. Disponible la noticia escrita aquí.
Segundo capítulo: Problemas con la gasolina. La noche ha sido larga pero los taxistas amanecen con ánimo para recorrer lo que queda de Francia. Está por decidir la ruta, si por Luxemburgo y Alemania, o directamente por República Checa, todo depende del precio de la gasolina. En cada repostaje gastan en torno a 140 euros por coche. La nota escrita aquí.
Tercer capítulo: Cambio de ruta. Por motivos de seguridad, el convoy se reorganiza hacia un nuevo destino: Varsovia. La noticia del día, aquí.
Cuarto capítulo: La entrega de la ayuda humanitaria. Miles de kilos de ayuda son entregados en Varsovia a una ONG local. La noticia del día, aquí.
Quinto capítulo: La recogida. Llegar a un pabellón donde duermen 7.000 personas. Recoger a 130 de ellas y sus historias.
Sexto capítulo: La vuelta. ¿Qué siente una persona refugiada viajando hacia España en un convoy? ¿Cómo se organiza a 130 personas en una treintena de taxis? ¿Cuándo comen y descansan? ¿Cómo es un viaje de 3.000 kilómetros escapando de la guerra?
Séptimo y último capítulo: La llegada a Madrid. A las tres de la mañana, después de una semana de viaje, los taxistas cumplen su misión. 130 personas refugiadas llegan a Madrid para comenzar una nueva vida.
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