El poblado de mineros en los Picos de Europa del que salieron las armas para la Primera Guerra Mundial
La zona de Picos de Europa, entre Cantabria, Asturias y León, vivió una fiebre de la minería a caballo entre el siglo XIX y el XX. Luchando con unas condiciones durísimas, aquellos hombres hollaron lugares imposibles y dejaron tras de sí huellas que aún perduran.
Piensan, ustedes, en los Picos de Europa y les salen imágenes de montañas color ceniza, de nieves todo el año (cada vez menos), de saludables muchachuelos con mochila y barba de tres amaneceres. Y también, pero aquí vamos a hablarle de lo otro. Lo otro. Cuando en Picos existieron minas, minas enormes, minas de alcance mundial, que hicieron ricos a muchos y dieron sustento a valles. Minas olfateadas por europeos de colmillo afilao, explotadas por paisanos que duermen en barracones. Minas que, aún hoy, te saltan a los ojos cuando miras ese espacio telúrico, irreal, que es solo grises y verde.
Porque siempre dejamos para quien llega después.
Guiris, decíamos... guiris. Guiris por Picos, mitad en plan turista con chanclas, mitad para ver si esas piedras asomantes podemos explotarlas para nuestras empresas. Nuestras empresas guiris, claro, u otras que nos dé por fundar a mayor gloria de Su Muy Graciosa Majestad, fundamentalmente. Porque anduvieron por aquí helvéticos, y galos, y hasta alemanes, pero sobre todo, sobre todo, tenemos inglesitos. Mogollón. Nos cuenta de esto Bruno Saturio Hernández en su (encantador) libro Donde las montañas tocan el cielo. Geografía literaria de la Cordillera Cantábrica (Librucos, 2024), que es referente para todos los que gusten de montes, leyendas e historia. Nos habla del señor Woods, que dirige explotaciones de zinc y plomo en los invernales de Prías. De aquel Hans Gadow que iba rollo “naturalista”, pero también miraba las piedras, no fuera a ser que... Nos habla sobre don Jaime, el inglés de Tresviso, que nació como James Pontifex Woods. También cita belgas, claro, que acabarían haciendo fama y toneladas de dineros con el zinc. O ese Alejandro van Straalen que descubrió minas de cobre con cuatro mil años de antigüedad. Algunos venían al olor de “gacetas”, romances de hilo que aparecían, a veces, entre mercaos de antigüedades y marcaban (sin éxito, siempre sin éxito) la equis donde excavar y sacar tesoros morunos, visigóticos, romanos o hasta atlantes. Esos eran los hijos de Friedrich, por así decirles. Los demás tenían más de criptobros e ingenieros, y se dedican a ir vaciando Picos de todo lo que pudiera fundirse y dar pasta.
Un laberinto de cuevas y oquedades.
Más aun, a veces incluso se cartografiaban estos montes por parte de... ejércitos extranjeros. Espionaje militar puro y duro, como el que trajo a Picos a Jean Marie Hippolyte Aymar d'Arlot, conde de Saint-Saud, colaborante estrecho, nos dice Bruno Saturio, del capitán del Estado Mayor galo Ferdinando Prudent. Vaya, vaya a esas tierras extrañas y haga un buen planito, Jean Marie, que uno nunca tiene suficientes planitos. Y se llegó hasta Cares y Sotres. Y hoy su obra es fundacional.
No es el caso de las minas de Andara, que allí meten dinerines madrileños que habían comprado el terreno. “También los Pérez del Molino, que entonces eran ebanistas y carpinteros. Ellos poseían las tierras adyacentes a los madrileños, quienes llamaron a su mina La Esperanza, hablamos de los años cincuenta, siglo XIX”. Hablo con Olav Mazarrasa, licenciado en Historia del Arte y doctor en Ciencias Químicas. También, claro, conocedor de las minas en Picos. Sobre todo de esas que dicen del Grupo Mazarrasa. No es casual la coincidencia, Olav me cuenta historias familiares. “Los primeros propietarios no tenían técnicos cualificados, y aquellas minas quedaron en bancarrota. Luego salen a subasta y mi bisabuelo las compró. Él tampoco tenía mucha idea de minería, pero era abogado de la compañía belga La Vielle Montagne y lo vio claro. Lo primero que hizo fue contratar al minero de la mina de al lado, Benigno Arce, ingeniero, un tío muy listo. Para que estuviera en ambas”. Continúa rebuscando entre recuerdos, archivos y bibliografía. “Luego les pagó a los de Madrid por la mitad del camino que comunicaba desde Andara hasta Bejes, y así no tenía que bajar el mineral de Tresviso a Urdón”. La idea era entenderse para incrementar ganancias. También anécdotas, sí. Sigue Olav. “Decían los viejos del lugar que por cada novecientos metros le cobraron un kilómetro a mi bisabuelo, pero vete a saber. Por un lado ganaron mucho, pero también perdieron, nuestras minas se quiebran con la crisis de 1929, y cierran a raíz de ella. Hubo una nueva intentona por abrirlas, pero mi tío escribió que no merecía la pena”.
Los Picos de Europa fueron un yacimiento precioso durante décadas. Plomo, zinc, wolframio, también esa blenda acaramelada que parece trocito de almíbar veraniego recién arrancado al monte. Espacio de promisión para desgracias internacionales allá por la Primera Guerra Mundial, cuando de Picos salían, tras la correspondiente manufactura, balas, cañones y obuses de los que iban asolando Europa. Ya ven, desgracias que no pudiste controlar, materia prima que luego otros transforman en dalle. Riqueza en exportación, con todo. Más de mil personas llegaron a currar como mineros en aquellos parajes, más de quinientos en las minas de Mazarrasa. Distintas empresas, distintas covachuelas para entrar y destripar. El Canal del Vidrio, Las Mánforas, Lloroza, El Duje. Nombres que huelen a inviernos largos, a nieve, a grava rasposa crujiendo bajo el calzao. Mineros de estío, ganaderos en los meses más duros, porque allí era imposible mantener explotación anual. Nieve, huracanes. Las tierras del lobo cerval no querían hombres en sus eneros. Estamos a unos 1.500 metros de altitud.
“Yo me puse a fotografiar todo, los casetones, también encontré dibujos”, sigue Olav. “Realmente aquello es un destrozo medioambiental, hoy en día no sé cómo se hubiera podido hacer. La zona quedó muy interesante, pero es un atentado ecológico”. Le pregunto cómo era, qué puedes ver. “De entrada no se podía trabajar en invierno, así que paraban entre octubre y mayo, o así, que era cuando se quitaba la nieve... antes nevaba más, encima. Los trabajadores eran temporales, pues, agricultores y ganaderos de, sobre todo, Tresviso, Bejes y Sotres. El típico señor con unas vacas, una huerta y un trabajo en la industria, aquí en la mina. Ganaban más, claro, en las minas se ganaba dinero. Cuando yo fui allí, preguntaba en los pueblos y no sabía cómo me iban a recibir con el apellido. Pensaba que igual, al ser tan duro... Y no, todos tenían muy buen recuerdo, porque sus abuelos y bisabuelos habían ganado dinero. Para la época y para lo que tenían, claro. Los turnos eran duros, ¿eh?, de doce horas o así. Usaban el sistema de camas calientes, que se llama, donde había unas chabolas, los casetones, y quien venía a dormir aprovechaba el catre del que se levantaba y marchaba a trabajar. Y antes de entrar los Mazarrasa estos mineros comían de pie, ¿sabes eso de cucharada y paso atrás? Pues así. Luego lo mejoró un familiar mío, licenciado en Lovaina, poniendo mesas. Imagina. Muy duro”.
Y me confiesa una imagen de impactar. “Hubo un año que se quedaron, para adelantar trabajo, todo el invierno un grupo pequeño de trabajadores. Treinta tíos o así, metidos en la mina, allí pasaron esos meses. Piensa que en las minas la temperatura es estable”. En la mina, pero donde no es la mina... Intento imaginar la escena, las motas oscuras que salen (igual para echar un cigarrillo, igual para respirar aire gélido) entre inmensidades de color albo y corazón pétreo.
Otra vez Friedrich.
Nos cuentan Labrouche y Saint-Saud que dividen a los trabajadores en tres categorías, allá por las minas de Picos. Que hay barreneros, escombreros, muchachos. Que aparecen, también mujeres cuya labor es distinguir el mineral entre toda la piedra que sacan. Lo hacen lavando con agua del deshielo. Todo al aire libre, huelga decir.
Dormían, allí, hacinados en casetones de piedra y madera. Por la zona de Andara, al fondo, hay un poblado minero, fabricado por la Sociedad Mazarrasa, con dieciséis estancias. El Redondal, le dicen. Si sumas las construcciones de más compañías mineras, como La Esperanza, y otros elementos que surgen a lo largo de los años, tenemos hoy un total de setenta y tres edificios (los recuerdos de setenta y tres edificios, mejor). David González Palomares, de la Universidad de Oviedo, las divide en covachas, casetones, semicasetones y corralas. Las covachas eran casi retorno a las cavernas, apenas dos o tres pedruscos que cubren abrigos y dibujan espacios irregulares y hostiles. Los casetones son otra cosa, muros de sillares recios, más espacio, más confort, vivienda y refugio para ingenieros, personal. Los semicasetones son pequeños, las corralas servían, posiblemente, para guardar herramientas, quizá animales. Todo ello fue usado después, cuando las minas eran solo recuerdos, por el pastor y el sarruján. Aprovechaban los tubos de zinc que asoman, a modo de chimenea, desde canchales o brezos. Allí vivían arrugados, al refugio de vientos y rugires, que son inmensos por Andara. Allí debías cuidar cada pasito, cada minuto fuera.
A veces los mineros enfrentaban más peligros, nieves y galerías apartes. Recoge Bruno Saturio una referencia que data de 1923 en San Martín del Rey Aurelio, y está firmada por el doctor José María Jove y Canella. Dice así: “Recuerdo, no obstante, que en el año de 1915 devoraron (el lobo) a un infeliz minero que a altas horas de la noche se dirigía a casa”. De donde pueden extractar ustedes tanto la ferocidad del lobo como lo indómito que es eso de “altas horas de la noche” en tan fragoso paisaje. Pregunto a Olav por servicios de salud en la mina. “Subía un médico, sí, creo que una vez a la semana, para ver cómo estaban todos. Y si pasaba algo le bajaban hasta La Hermida por Bejes”.
Aún hoy se pueden contemplar los restos de esos sitios. Las intervenciones, casi poblados del Oeste en mitad de un paisaje a lo Sturm und Drang. Epata conocer las magnitudes de estos asuntos. En 2013 la Revista Desnivel publicó un artículo titulado Caer en una mina abandonada: un riesgo evidente en los Picos de Europa. Fíjense. Algunos cálculos hablan de 600.000 toneladas de mineral escondidas bajo las brañas y las rocas de color grisáceo. Esos mismos cálculos dicen que quizás quedan, hoy, solo 50.000. El resto se lo arrancaron al monte.
Quedó como barriga a medio llenarse.
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