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Pisos tutelados Alzar el vuelo lejos de la exclusión social por ser mujer

Gracias a recursos como los pisos tutelados o las casas de acogida muchas mujeres salen a flote de situaciones de vulnerabilidad extrema sin las que no tendrían ningún futuro. En estas redes de protección no solo encuentran un hogar. También hallan el mejor de los pegamentos: el que repara sus almas y autoestimas rotas por las cartas mal dadas de la vida. El caso de Diana Soler Coll, una joven de 20 años, es un gran ejemplo de ello.

Diana Soler Coll

A lo largo y ancho de nuestra geografía hay edificios que contienen la vida en mayúsculas. Son inmuebles por los que pasamos sin saber que allí fabrican alas de libertad y dignidad para mujeres de todas las edades en situación de vulnerabilidad extrema y de violencia de género que viven en ellos. Sus paredes están pintadas y reflejan los brazos y abrazos de los profesionales que trabajan para proteger con atención integral y formativa a quienes han visto como la vida las maltrata y aparta de una vida empoderada.

Estos recursos, en algunos casos financiados en parte o de forma total por administraciones locales, municipales, e incluso nacionales, hacen una labor social impagable ya que dan las herramientas con las que encontrar a todas estas mujeres una nueva casilla de salida en sus vidas. Una labor que partidos como Vox llaman despectivamente “chiringuitos” y a los que pretenden quitar, junto a sus socios de gobiernos, las ayudas económicas sin las que miles de mujeres, de esas que caminan de forma anónima junto a nosotros, no tendrían oportunidades.

Crecer y sobrevivir a lo que no está escrito

Hay a quien nada más nacer la vida le convierte en un pájaro con las alas rotas. Diana Soler Coll es un ejemplo de ello. Sus padres biológicos no pudieron darle la infancia feliz que ella habría querido y su vuelo vital en lugar de estar en el cielo de la niñez transcurrió en un purgatorio continuo. “Mi padre era drogadicto y mi madre con mi hermana y conmigo pedía dinero con nosotras por la calle. Al no ser suficiente entró en el mundo de la prostitución. Fue todo en declive. Acabamos en un albergue en Almería, donde residíamos, buscando dónde dormir cada noche. Papá robaba en los supermercados. Ambos consumían, bebían… La última estancia de esta etapa la pasamos viviendo en un coche”, recuerda.

Los vecinos fueron testigos del maltrato de su padre a su madre y también hacia Diana y a su hermana. “Papá se sentaba encima de la tripa de mamá para intentar producir un aborto cada vez que se quedaba embarazada. El coche donde vivíamos era repulsivo. Myriam y yo teníamos yagas y pulgas”. La Policía intervino y los pequeños fueron llevados a un centro de acogida. “Mamá después de aquello no dejó rastro y a papá le llevaron a Sevilla a desintoxicarse. Tanto mi hermano Jesús, que vino al mundo después que yo, nacimos con síndrome de abstinencia”, recuerda.

Tras un tiempo en el centro de acogida recibió la noticia de que ella junto a su hermano y su hermana iban a ser dados en acogida para posteriormente ser adoptados por su tío paterno y su mujer, quienes no tenían descendencia y acaban de recibir un premio de unos 375.000 euros (78 millones de las antiguas pesetas en la lotería).

“Mis padres adoptivos tenían dinero, pero nada de cariño. Nos pegaban. Todavía recuerdo las marcas en las piernas del cinturón de papá”

La nueva familia de Almería se trasladó a Madrid. Allí los malos tratos físicos y psicológicos pasaron a ser su pan de cada día. “Mis padres adoptivos tenían dinero, pero nada de cariño. Nos pegaban. Todavía recuerdo las marcas en las piernas del cinturón de papá”, rememora. “Otros castigos eran dejarnos sin cenar. Hubo una vez que se juntó con no desayunar porque llegábamos tarde al colegio. Creo que es de los pocos días que recuerdo haber llorado muchísimo. Además de los castigos inhumanos de no comer, mi madre me vestía con el uniforme de un colegio al que había ido antes. Esto llevaba burlas de todos mis compañeros y que el director me preguntase si era de ese centro. Creo que yo no era ni de este mundo. Ese día tuve mucha fiebre y les conté lo de las comidas y denunciaron a mi madre”, cuenta.

Diana en todos esos años solo encontró consuelo en su tío, hermano de su madre adoptiva, quien vivía en París y al que veían los veranos cuando venía a Madrid. “Él fue mi padre de verdad. Me enseñó a saber lo que esa palabra significaba y a poder valorarme y saber que alguien me quería”. Sin embargo, ese haz de cariño le duró muy poco. “Murió de cáncer de colon y de nuevo me sentí la niña más sola y triste del mundo”, reconoce a Público.

El suicidio como salida

El infierno seguía afincado en su vida. Recuerda un mes de agosto como uno de los peores meses de su vida por el control extremo, las broncas y en especial por una noche que tras una discusión y no cenar como castigo, se metió en el baño, cogió el primer bote de pastillas que había en el armario y se tomó siete pastillas de golpe. “Jamás odié tanto la vida ni tuve tantas ganas de morirme como para ser capaz de ello, pero no podía más. Necesitaba acabar con todo de raíz”. Por suerte las pastillas no eran lo que ella creía y salvó su vida. “Al parecer tomé melatonina, una pastilla natural de herbolario que sirve para ayudar a conciliar el sueño…Me sentí estúpida y a la vez salvada”, recuerda.

Otro de los episodios de violencia que recuerda fue una gran paliza que le dieron sus hermanos y padres. “Me dieron patadas por todo el cuerpo, tirones de pelo…me encogí como pude para atenuar los golpes”. Tras la discusión y con el cuerpo dolorido, sobre todo el cuello, al día siguiente se levantó como pudo. “Me hice una coleta porque volvía a tener pelos de loca y sin ducharme de la noche anterior salí de casa. Cuando llegué a clase una compañera me preguntó si me había pasado algo y, que qué era lo que tenía en el cuello. Me hizo una foto y tenía todo el cuero cabelludo levantado, de los tirones de pelo que mi padre me había dado. Fuimos a la hora del recreo al hospital, saltándonos las siguientes clases. Allí me preguntaron si era menor de edad, al decir que sí me llevaron a comisaria y de ahí a una residencia de menores ya que con todo lo que había contado, me dijeron que no podía volver a casa. Allí pasé un mes y medio”, relata.

Diana con su madre biológica

Diana con su madre biológica

De la residencia pasó a un piso de menores en Quevedo. “Aquí todo era diferente, ya tenía algunas de mis cosas y me compraron todo cuanto necesité de ropa e higiene. Me gustaba la ubicación del piso, tenía bares de poesía a diez minutos de mi casa, y después de cada cena, iba allí. Sola o acompañada. Hiciese frío o calor. Los bares y la poesía empezaron a gustarme. Estuve ocho meses allí. No me quedaba mucho para ser mayor de edad”.

Y de nuevo tras la residencia una nueva mudanza. Esta vez tocaba irse al barrio madrileño de Plaza Elíptica. Sin educadores ni trabajadores sociales. “Fui a un piso regentado por monjas. Cuando lo supe no le di mucha importancia, sus creencias no iban a afectarme. Lo malo vino cuando vi las normas que tenían y el control supremo de opinar todo el rato sobre tu vida privada y tu forma de ser o por ejemplo de no dejarte tumbar en tu cama de 9 de la mañana a 9 de la noche ni, aunque estuvieras mala. Era una cárcel más que un lugar en el que ayudarte a vivir y recuperarte”, explica.

Hogar, dulce y soñado hogar

Y por fin, después de tanto ir y venir, de tanto cargar con su maleta y su dolor , Diana encontró un lugar que se ha convertido en un hogar de verdad. Su gran oportunidad. Su nueva vida comenzaba casualmente un 8 de marzo, día de la mujer. “¡Había pasado por tantas casas en los últimos años que ya no notaba la diferencia de una mudanza! ¡Pero sentía que ésta iba a ser diferente! ¡Emprendía mi vida y empezaría a ser dueña de mí misma!”, recuerda emocionada esta joven.

Ahora mismo Diana está como monitora de ocio en varios coles. “En septiembre empiezo a trabajar de secretaria en una academia de idiomas tras haber estudiado gestión administrativa. Se me acaba el plazo de tiempo en el que puedo estar en este piso y me iré a vivir sola. También empezaré Integración Social para seguir formándome ya que mi meta es trabajar en lo social”, cuenta feliz.

“He tenido muchísima suerte. Tanta que al mirar atrás ni me lo creo. De no haber llegado a este sitio seguramente hubiese acabado como la mayoría de compañeras de antiguas residencias"

Hoy Diana tiene 20 años, pero su juventud acumula el peso de vidas que son plomo y acero juntos. Sin embargo, a pesar de todo, mirarla es ver a una mujer valiente y decidida cuyos ojos son el reflejo de la dulzura y el cariño amontonado que le han sido negados y que ahora se da en primera persona. Un coraje que ha aprendido a recuperar gracias en ese lugar que se ha convertido en el faro de su vida. “He tenido muchísima suerte. Tanta que al mirar atrás ni me lo creo. De no haber llegado a este sitio seguramente hubiese acabado como la mayoría de compañeras de antiguas residencias o pisos de menores: trabajando de cualquier cosa. Primero habría abandonado mis estudios. Jamás he sido buena estudiante, con lo que cualquier excusa habría sido más que suficiente. Y seguidamente de eso, habría acabado en algún trabajo que me garantizase un sueldo fijo al mes, lo justo para sobrevivir. Y así es como estaría: sobreviviendo”, cuenta a Público.

Por eso Diana quiere dar un mensaje de agradecimiento a todo el equipo humano que ha obrado en ella, y en tantas compañeras que conviven con ella en dicho lugar, la autoestima y la esperanza. “Aunque querría decirles mucho más, gracias es la primera palabra que nace de mí. He vivido este último año y medio de mi vida rodeada de mujeres que me han servido de inspiración para todos los campos de mi vida. En ningún momento me he sentido sola; bastaba enviar un mensaje y todas las educadoras sabían en qué situación estaba y si necesitaba o no algo. Dudas sobre emociones. Dudas sobre temas laborales. Dudas sobre si seguir o no estudiando. Dudas que, siempre ellas, resolvían con un cariño y ternura que no sabría explicar”, recalca.

Heridas que marcan para siempre

"En el momento, cuando el dolor era continúo y venía camuflado de normalidad no dolía. Dolió mucho más cuando se fue"

Y es que a Diana, como tantas y tantas mujeres en situaciones iguales o parecidas, la vida le ha dolido demasiado hasta que ha sido capaz de sanar con la ayuda del centro como en el que está, de todo lo vivido. “No estoy segura de sí he sido capaz de sanarme del todo. Una persona muy especial me dijo una vez que nadie nos enseña a defendernos. En el momento, cuando el dolor era continúo y venía camuflado de normalidad no dolía. Dolió mucho más cuando se fue. Por algún motivo, yo no lo veía. No sufría, o no tanto como sufrí después. Imagino que me auto defendí en mi mundo interior y eso me salvó durante años. Eso sí, al irse... Al irse dolió todo junto. Dolió no ser capaz de recordar un solo beso de tu padre. No saber cómo sonríe. Dolió recordar más momentos malos que buenos en tu propia casa. Dolió decir por primera vez en alto que sentías no haber tenido padres”, relata con sus ojos castaños y llenos de brillo.

Precisamente ese dolor perenne ha sido lo más difícil que Diana ha tenido que superar a la hora de salir adelante cuando desde pequeña te encuentras sola. “Lo más difícil es empezar a convertirte en alguien con 17 años. Empezar a dibujarte como en un lienzo en blanco todo lo que no te han dejado ser. Lo más difícil fue empezar a equivocarme más mayor, y no tener a nadie que me aconsejara porque me quisiera. Si no por mi bien, porque era menor. Porque estaba tutelada. Porque no tenía padres”, explica.

Para ella esa carencia es la que le hace comprender que una familia de verdad es un tesoro cuyo precio es invalorable. “Familia es la que lleva el amor como esencia imprescindible. A todas las familias les surgen baches. Todas las familias pasan por mejores y peores momentos. Económicos, personales... lo que sea. Pero si está unida nada la vence. Ninguna hija o hijo viene con un manual de instrucciones y estoy convencida del inmenso esfuerzo que se hace al tomar la decisión de formar tu propia familia. Pero lo más importante es saber que si eres madre o padre, eres lo único que tiene esa pequeña. Eres su referente, su superheroína favorita. No puedes decirle a una hija o hijo adoptado: “¡no soy tu madre!”, “¡lo llevas en la sangre!”, “¡vas a acabar igual que tus padres! ¨… Una familia de verdad está para ayudarte y hacerte fuerte. Y a veces está en lugares tan mágicos y únicos como donde estoy ahora yo”, finaliza.

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