Este artículo se publicó hace 4 años.
Un tobogán de 1.500 metros en medio de Cantabria: 50.000 árboles talados para los cañones de la Corona española
Por el Resbaladero de Lunada bajaban troncos para fundir hierro con el que luego se fabricaban cañones. Los mejores de su tiempo, dicen. Esta es la historia de un lugar olvidado.
La Cavada (Cantabria)-
Hay una, dos... diez, sí, diez bolas de hierro. Pequeñas calabazas sin verrugas que forman una pirámide. Seis en la base, luego tres, una hace cumbre. Asoma un poco el sol allá arriba y caen rayos sobre la estructura arrancando reflejos de metal forjado hace siglos. Enfrente los cañones miran, mudos.
Es el pueblo de La Cavada, en Cantabria. Orillas del río Miera, un puñado de kilómetros a la mar. Allí estuvo la fundición más importante de la Monarquía Española durante la Edad Moderna, y de allí salían cañones que luego daban la vuelta al mundo luchando batallas perdidas. Por eso aún hay algunos acá. Inmensos, de hasta 3.000 kilos, dos metros de bicho montado sobre carritos de madera oscura (cureñas, se llaman), basta, con aspecto de aguantar otro par de siglos. Vagones de pólvora y humo con la boca cegada por trozos de chapa grandes como platos. Por si acaso, no vaya a ser que alguien tenga ideas raras.
En La Cavada hay recuerdos de la fundición aquí y allá. Por tener, tienen hasta un museo, edificio rectangular entre una cagiga y un acebo salpicado con drupas rojas. Te encuentras allí áncoras enormes hundidas en la tierra como si fuesen jocones de resaca. O cadenas con anillos gruesos como brazos, mirando de reojo al valle por si les llega algo de olor a salitre, que eso nunca se olvida del todo. También hay escudos. Sí, blasones de forja, creados con moldes que reproducen cuarteles, yelmos y lambrequines. Cuentan que uno de estos lo recibió como obsequio Jovellanos (árbol con lobo en flanco diestro, armas De la Vega-Mendoza a siniestro, un águila en el centro). Imaginamos que le hizo ilusión, porque por mucho que uno sea ilustrado este tipo de cosas te tocan el corazoncito.
La zona es, también, tierra de indianos, emigrantes que fueron hasta América y volvieron con bolsillos llenos. Al menos los que trae la memoria, de los otros (indianos de hilo negro, les dicen) nadie habla, porque la derrota doble (en casa, allende el mar) duele por dos. Los de fortuna dejaron acá casonas con estilos de fantasía, grandes ventanales, plantas exóticas. Paseando por el pueblo puedes ver cabras ramoneando la corteza deshilachada de una palmera. Supongo que eso es lo que llaman sincretismo.
Viene de lejos. Lo de los cañones, digo. Principios del siglo XVII, nada menos. En aquel entonces, un flamenco de nombre Jan Curtius (o Juan de Corte, depende dónde leas) se desplazó hasta este rincón de Cantabria para continuar con el negocio familiar, ese que había dado fama y riqueza a los Curtius en Flandes. Fundiciones. Escogió el pequeño concejo de Liérganes, a poquitos kilómetros de La Cavada. Razones de peso. Que si estaba a orillas del Miera, que es río bullanguero y de aguas frescas, perfecto para estas cosas. Que si hay mineral ferroso en la zona. Que si tienen allá mano de obra con gran conocimiento técnico, pues hay larga tradición de ferrerías en estos valles. Que si, además, no solo tenían experiencia sino sueldos bajos. Ya ven, inmejorable.
Así que Curtius empieza por represar aguas, levantar hornos, erizar el paisaje de Liérganes a base de chimeneas y humo negro, espeso. La vega se cubre con un olor metálico que entra en el paladar y se queda a vivir allí. "Que pueda fundir artillería y pelotería de hierro colado de todos géneros y calibres, y sea obligado a dar, para gasto de mis armadas, galeras, fronteras y presidios, todo lo que fuere necesario para ellas", dice el privilegio real concedido por Felipe IV. El primer cañón fabricado en Liérganes saldrá de Cantabria en el año 1628.
Poco después, la gran fábrica se desplaza hasta La Cavada, aguas abajo, por motivos de espacio. Allí acaban brotando cuatro altos hornos (San José, Santa Teresa, Nuestra Señora del Pilar y Santa Bárbara), dos hornos de reverbero (Etna y Vesubio, ya de poner nombres hagámoslo bien), dos de represión, dos tostadores y sendos hornos de cementación y pirométrico. Sumen almacenes, lavaderos, todo tipo de obradores, alojamientos para jefazos, oficinas públicas y hasta una taberna. Pueblo que nace, pueblo que es. En La Cavada se fundían los cañones más avanzados de su época, unos que pesaban hasta un tercio menos que otros de similar tamaño. No es poca cosa si pensamos que algunos de esos monstruos a vela podían cargar hasta 140 piezas de artillería.
Ah, también se trajeron a la zona fundidores. De Flandes, fundamentalmente. Algunos de ellos se pueden rastrear por entre apellidos que aún hoy existen en la cuenca del Miera. Lombó, Uslé, Roqueñi. Aparecen mezclados en cartas de pago con otros que cuentan historias más chicas, más locales. Ortiz, Langre, Miera, Diego.
Pero había un problema. El combustible. Madera. La fábrica de La Cavada tenía una dotación de montes que abarcaba desde el Valle de Toranzo hasta Soba y Ruesga. Todos estos territorios muestran, aún a día de hoy, crestas peladas, majadas de prado y flores, pequeños bosquecillos allá donde la tala era imposible. Se calcula que unos diez millones de árboles sirvieron para calentar altos hornos donde fundían hierro a más de mil grados. Robles, sobre todo, también castaños, hayas. Especies que tardan mucho en crecer. Imposible repoblación. Así que, a finales del siglo XVIII, nos encontramos con que se acaban los troncos. Nada por aquí, nada por allá. Vayamos a buscarlos allende las montañas, sugiere alguien. Hay de sobra. Las Merindades. Sotoscueva, Montija, Espinosa de los Monteros. Claro, buena idea. Solo un asuntillo, señor. ¿Cómo los bajamos luego hasta La Cavada? Porque el camino es fragoso, por decir algo.
Respuesta rápida: hagamos un tobogán.
Llegar hasta el Resbaladero de Lunada no es fácil. Está a unos cuarenta kilómetros de La Cavada, junto a la cima del puerto que lleva idéntico nombre. Carretera estrecha, sinuosa, un valle que primero se asfixia entre enormes paredes de roca caliza y más tarde abre los brazos en vista majestuosa, recuerdo del pasado glaciar. Hay que remontar el río Miera pasando por mil y un puentes. Uno de ellos, por si fuera poco, doble. En el más moderno (hormigón, impersonal, como los de cualquier sitio) hay letras dibujadas con pintura blanca. Delicadas, trazo claro. "Mi pasieguina", pone allí, y luego un corazón y una fecha, que omitiré por pudor. Sonrío. Metros más allá está el otro, arco gastado por el tiempo, cubierto de zarzas y enredaderas (aquellas con moras tardías, éstas llenas de flores color violeta). Bardas también en los muros medio caídos de una venta. "Puente Nuevo", se lee sobre la puerta en ruinas que está encima del puente viejo.
A ratos, el asfalto se vuelve camino de hojas secas. Suave, que no cruje bajo los pies, porque están todas mojadas. El otoño avanza y al bosque se le ponen mil colores en el gesto. Hay, también, cunetas alfombradas con musgo húmedo, que cede mullido a cada paso sudando agua de lluvia. Silencio lleno de sonidos a lo lejos. El río, que borbotea allá abajo. Gotitas que caen desde los árboles hasta una alfombra de bellotas, haciendo tap, tap. Perros ladrando en mitad de barrios que son cuatro casas. El graznar de los corvatos. Coches no, porque coches apenas pasan por aquí. Algún ciclista despistado, tractores conducidos por paisanos que llevan mono azul y gorra gastada, que saludan con educación. Pero coches no.
A medida que vamos ganando altitud la estampa se hace más salvaje, más agreste. Tierra dura, con inviernos largos que cierran el collado durante meses. Surgen al borde del asfalto estaraches de metal y chapa a modo de buzones grandes donde dejar correo y provisiones en caso de nieve. A nuestra izquierda hay un río de humo que se retuerce entre bárcenas, un agua que quema, cabañas con lastras a modo de tejado moteando el paisaje. Algunos asubiaderos brotan irregulares, como si fueran setas del tardíu. A veces, incluso, asoma un poco el sol, porque esto es Cantabria, y las cosas son así, y no hay que reflexionarlas demasiado, y entonces las peñas del Miera se ponen coquetas para espejear en albo, y allá donde miras hay tonos de marrón y de rojo y de verdes y de grises. También nieblas desflecando a soplidos caprichosos que velan y desvelan el lienzo. Y entonces aparece. Allí. A lo lejos. El Resbaladero de Lunada.
Cuentan que la idea fue de Wolgang Mucha, un tipo nacido en lo que hoy sería Eslovenia que trabajaba para la Corona española. Por aquel entonces, la fundición de cañones había sido nacionalizada (Real Fábrica, nada menos) así que el Estado tenía interés en que aquello funcionase. Si hay grandes bosques vírgenes más allá del Portillo de Lunada, dijo nuestro amigo Wolfgang... traigamos esas maderas hasta los hornos. Y para bajarlas... bueno, dejemos que la gravedad haga su trabajo. Así fue como, en terrenos de lo que hoy es el municipio de Soba, surgió el Resbaladero de Lunada.
Aún quedan restos. En la actualidad, digo. Una línea que rasga en diagonal el monte, que atraviesa la carretera formando la cruz que marca el sitio, como en las pelis de piratas. Por allí iba, aunque solo restan mamposterías a medio caer. El Resbaladero se empieza a construir en 1791. Es, en pocas palabras, un enorme tobogán, más de kilómetro y medio, que salva desnivel por encima de los quinientos metros. La base estaba construida con troncos de hayas en tijera (se usaron más de cinco mil) rematadas con muros, dejando una anchura de entre tres y cuatro metros y medio. La idea era preparar los leños en la cima del puerto, cortándolos en tamaños regulares, lijando una de las partes para que fuese más grande y no empezase a girar como las aspas de un helicóptero en plena bajada. Desde allí caían hasta la llamada Finca del Rey, y más tarde llegaban, flotando en el río Miera, a la fábrica de La Cavada. Pero nos adelantamos.
El sitio te hace sentirte pequeñito. Mucho. Un enorme circo glacial con dos o tres cicatrices. Torrentes. Asfalto. El mismo Resbaladero. En el cielo hay un buitre, volando tan bajo que hasta puedo ver la bufanda que rodea su cuello. Leonado. Seguramente haya, por allí cerca, alguna res muerta. Un rebaño de cabras baja, bullanguero, por el camino. Delante va el pastor, chaval que no tendrá veinticinco años y al que la lluvia pega guedejas negras en las sienes. Detrás setenta u ochenta animales. Oscuras, cuernos retorcidos. Cacofonía de campanos y balidos. También hay tres perros. Dos mastines enormes que se acercan mimosos, otro más pequeño, blanco y negro, que vigila hiperactivo al ganado.
Por allí estaba previsto, según los planes de Mucha, que resbalasen cien mil troncos anuales. Cien mil. Piensen, únicamente, en el sonido, en el estruendo. El reino mudo que se transforma. Tardaban un par de minutos en recorrer toda la distancia del tobogán. Eso si iba bien, porque a veces llegaban accidentes. Leña que salía volando y golpeaba a operarios y ganado. Tramos del ingenio congelándose y haciendo que la madera perdiese el control. Grietas. Viento y frío. Durante los menos de diez años que funcionó, los cálculos nos dicen que solo bajaron unos cincuenta mil árboles... Tanto trabajo para tan poco.
Uno que cambió, para siempre, el paisaje del lugar. Ya no es solo el Resbaladero. Más abajo surgen otras construcciones particulares, como la Casa del Rey, una enorme cabaña que está en la finca de Las Pilas, justo donde terminaba el descenso vertiginoso. Espacio verde y llano, modificado por la mano del hombre entre vargas salvajes. Allí se remansaban las aguas del Miera y empezaba el viaje de la madera valle abajo. Treinta kilómetros atravesando represas, cauces modificados, incluso algunos tramos en los que el fondo del río se enlosó para no astillar aquel oro en forma de árbol muerto. Y por eso hoy el Miera tiene, a cachitos, piso de adoquín, como las avenidas señeras de la gran ciudad.
La cosa duro poco, como digo. Crisis de todo tipo acosaban a la Corona española a fines del siglo XVIII. Y luego estaba la misma concepción del Resbaladero. Que era poco efectivo, que tenía muchos problemas en invierno, que multiplicaba las necesidades de madera porque esa llegaba empapada hasta los hornos. Pescadilla mordiendo su cola. Levantamos un trampolín de esquí hace siglo y medio pero, en realidad, no servía para nada. O tempora, o mores.
Bajamos. El Resbaladero queda a nuestra espalda, veteado en nieblas que le ponen algodón a los escajos. En una finca veo un jeep, un jeep de esos antiguos, color crema, que seguramente sume más años que yo mismo. No tiene ruedas y manchitas de óxido le ponen coloretes en puertas y capó. Dentro descansan tres o cuatro aperos de labranza, una chaqueta seca, herramientas varias. Es el almacén más chulo del mundo. A la izquierda lamen el camino helechos disfrazados de dragones inmóviles. Atentos. Esperando.
Al fondo del valle el río Miera arrulla historias a medio contar. Habrá que volver para conocerlas todas.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.