FAUNA URBANA¡Salvad a los quiosqueros!

Publicado el 05 de marzo del 2017

Texto: Henrique Mariño @solucionsalina
Fotos: Christian González @dalequetepego

 

Nos desplazamos a la Gran Vía, hábitat natural del quiosquero, para dar con algún ejemplar de esta singular especie en peligro de extinción. En realidad, bajamos a echarnos un pito, enfilamos la autopista hacia el cielo de la bocanada y nuestra mirada se da de bruces con las aspas de José María, siempre señalando el camino más corto hacia ninguna parte: el lector es el turista. "Antes despachábamos en una semana doscientos ejemplares del Hola y ahora, apenas diez. Lo mismo sucede con los periódicos, cuyas ventas siguen en caída libre", explica este madrileño del 56, obligado a reconvertir su negocio por la crisis de la prensa. "Vendíamos muchísimo papel y no se vivía mal, pero esto ha cambiado totalmente y hoy trabajamos los souvenires".

El transeúnte ya no pasea por la Gran Vía: la atraviesa. Bajo esa lluvia de códigos, sobrevive una fauna pintoresca que pugna por cada metro cuadrado. Los visitantes no prestan atención al animalario y, cuando parecen observar los escaparates, se están mirando al espejo. Si girasen la vista, verían a José María agazapado en su palomar, revestido de periódicos, revistas y toda la quincalla que da de comer. Ahora que llega la sed, también hay agua mineral sudorosa. Ustedes pídanle algo, y dios proveerá: pulseras, llaveros, gorras, postales, bufandas futboleras, imanes de nevera…

– Y billetes del bus turístico, aunque si Carmena quita la parada y peatonaliza esto, nos va a joder bien…

– ¡Calla, no des pistas! —tercia Aurelia, madre de José María y quiosquera, hija de María Luisa y nieta de Jerónima, también quiosqueras. Jerónima, todo hay que decirlo, se vino de Andújar hace un siglo y asistió a la construcción de esta arteria capitalina que se llevó varios edificios por delante para unir los barrios de Argüelles y Salamanca.

– ¿Qué me van a hacer por decirlo? ¿Fusilarme? —responde José María, cuarta generación, hiperbólico.

José María.- CHRISTIAN GONZÁLEZ

Marzo ha despabilado el frío y la época de berrea está al caer, aunque hay dos especímenes que han afrontado otro invierno más en cueros: los Heavies de la Gran Vía, a quienes no se les conoce catarro, y José María, enfundado en una camiseta —porque esto no son las Ramblas y aún no está bien visto ir en pelotas—. José María es un tío caliente. Lo dice él: "Siempre he sido muy caluroso, de modo que sufro el verano. Aquí dentro se ha pasado mucho calor, muchas penurias y muchas calamidades, porque curras a la intemperie". Cierto es que no trabaja solo y, cuando el mercurio del termómetro se envara, prende una estufa; y cuando se desboca, pone el aire, porque a partir de junio la canícula es impía y el habitáculo, un horno. Que se lo digan a Beatriz, su mujer, siempre al pie del cañón con una respuesta para todo: "Nuestra labor no está valorada, porque cada día vendemos menos periódicos, pero seguimos dando mucha información a la gente: que si dónde está tal calle, que si cómo voy a tal cine". Si cobrasen por cada consulta, haría falta una calculadora para cifrar la millonada.

Cuando en la Gran Vía acaben de catalogar a todo quisque, habrán clasificado el mundo, aunque por esta calle también se dan un garbeo especies que se les escapan a los taxonomistas y que estos suelen tildar de desconocidas, aunque digo yo que alguien las conocería de toda la vida (su padre, su sobrina, el pescadero, la ortodoncista, el quiosquero…). Donde había cines y ahora hay zaras, nos encontramos con ejemplares de Limpiabotas sp., por ejemplo. No citamos el nombre específico porque los expertos tienen dudas, pero ya les digo yo que los émulos de Cantinflas tienen poco de mexicanos y tiran hacia abajo. Aquí también le puede tocar —valga la rebuznancia— el tocomocho y alguien habrá que le ofrezca comida china vegana, lo que dice poco o mucho de la evolución. Lo mejor es que se pase, porque destripar la película está feo. No valen las excusas de que ya ha estado aquí, porque esto es como el río de Heráclito: la Gran Vía nunca es la misma y, cada vez que la transita, posiblemente usted tampoco.

Beatriz.- CHRISTIAN GONZÁLEZ

Yo la he vadeado de día y me he sumergido en ella de noche, aunque el momento más feliz que me ha proporcionado esta calle ha sido al amanecer, sentado en la barandilla de los Heavies, después de abrevar durante la madrugada en los bebederos de Silva y Tres Cruces. Precisamente, hoy me he caído de la cama con una ligera cefalea que aspiraba a resaca de caballo —nada original, casi todo está en El Padrino—. Son esos despertares legañosos en los que no sabes sobre qué vas a escribir, aunque luego el metro alcanza esta parada, asciendes por el vomitorio y atisbas la pecera, donde hay dos señoras que llevan burbujeando tras el vidrio desde que los peces empezaron a caminar sobre la tierra: venden lotería. Tras ellas, la ermita de José María, cuya familia lleva milagreando desde hace un siglo, y de la que nadie habla. "¡Y suerte que estamos en la Gran Vía!", exclama desde dentro del caparazón, porque bien sabe que en los últimos siete años han cerrado en Madrid doscientos quioscos, por lo que a ojo de buen cubero seguirán en pie unos setecientos. "Nos puede salvar la buena voluntad de quienes mandan", se consuela. Antes pasaban de madres a hijas, pero ahora la concesión está limitada a quince años y no sabe qué pasará cuando venza el plazo.

Antes de que alguien lo saque en la sección de oficios antiguos, he pensado en entrevistarlo para la sección de Ciencia, porque me resisto a que vaya en Obituarios. "¡El periodismo ha muerto!, ¡la home ha muerto!", se escuchan los balidos a lo lejos, cuando en realidad quienes se están muriendo son los quiosqueros, aunque nadie vaya de negro ni entone un réquiem. Me pregunto por qué hay asociaciones en defensa del ajolote o de la libélula y, sin embargo, nadie se sube a la Cibeles para desplegar un cartel que rece: "¡Salvad a los quiosqueros!". Ya digo, José María y los suyos deberían ser catalogados como una especie protegida. El Estado tendría que concederle a nuestro último gran héroe una paga vitalicia a cambio de que les enseñe a los más jóvenes qué diantres eran los periódicos de papel y sus principales funciones, desde envolver pescado hasta desaceitar las sartenes. A ver si la chavalada se va a creer que la leche la producen los briks del súper y que las noticias se obtienen exprimiendo la ubre de la nube. Claro que no será un trabajo fácil, porque en las visitas escolares siempre hay algún niño avispado que no duda en saltarse el protocolo, aunque sólo sea para joder:

– José María, y ¿qué es una noticia?

José María.- CHRISTIAN GONZÁLEZ

Bola extra: Los Heavies de la Gran Vía