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"Nos regalan miedo para vendernos seguridad"

Ajo es micropoetisa. Escribe versos como tuits. "Todo el mundo tiene nada que decir". Tanto como cuatro poemarios.

La micropoetisa Ajo, con su perra Musa María Furiase Toledano. / HENRIQUE MARIÑO

Pascal redactó en cierta ocasión una carta más extensa de lo usual porque carecía de tiempo para escribirla más breve, un vísteme despacio, que tengo prisa epistolar que, llevado a la poesía, vendría a decir cuéntame mucho, que me falta espacio. Ajo (Saldaña, 1963) ha elevado la mínima expresión a la máxima potencia. Micropoemas, su primer libro, poco menos que un librillo, salió de imprenta en 2004 y pronto fue reeditado. El reclamo impreso en la faja de la segunda edición ha sido la mejor reseña publicada hasta la fecha: ¡Más de cien copias vendidas!


“Hay que tener huevos”, reconoce Ajo, cuyos ripios comenzaron a multiplicarse como Gremlins tras su bautizo literario. A la primera entrega, que iba por la octava edición en 2012, se le han sumado otras tres, a cargo de las editoriales La Luz Roja y Arrebato. No son composiciones sino cosmovisiones poéticas, haikus desarmados, aforismos traviesos, greguerías que no beben tanto de Gómez de la Serna como de la troica Cave-Waits-Cohen. El manifiesto ajista cabe en un haz de caracteres, lo que hoy es un tuit.

No me tires de la memoria
que yo vengo del punk
y la cresta la llevo en la lengua.

Ajo dejó su pueblo de Palencia con diecisiete años y un temario de oposiciones bajo el brazo. El objetivo inicial era trabajar en un banco, pero la fauna que se encontró en Malasaña despertó lo salvaje y terminó cambiando la ventanilla de la sucursal por la ventana de su piso, desde donde observaba el animalario de García Alix y Luis Baylón. Todo esto ya lo ha contado Ruth Toledano (“Ajo es menuda. Menuda es. Por eso es micropoetisa”) y lo recuerda la propia autora mientras desenmaraña el ovillo de la memoria, que alterna con el bordado de versos en los cojines que mullen su sofá.

El día que dejemos de
enamorarnos como perras
nos aburriremos como ostras.


“Yo no sabía coser, siempre me suspendían en estas movidas”. Pero se ha puesto a bordar como antes le dio por pintar palomares. “Cuando aprendí, dejé las acuarelas. Se trata de hacer cosas que no sabes hacer. Es otra forma de ser escritora”, confiesa Ajo al tiempo que lía algo sobre la mesa camilla de su casa, donde Musa acostumbra a recibir con la pata extendida, como si ofreciese un cigarro.

Todo el mundo
tiene nada que decir.


Parece que todo le sale sin querer: una banda de culto con Javier Colis, Mil Dolores Pequeños; un sello discográfico vocacionalmente ruinoso, Por Caridad Producciones; un evento vanguardista que pasó a peor vida, Experimentaclub; un bar que ya no es suyo pero que siente como tal, La Realidad; y un festival de no sólo poesía, Yuxtaposiciones, que también ha acogido sus actuaciones junto a Judit Farrés y Nacho Mastretta. “He llegado a muchas cosas antes de tiempo”, reflexiona Ajo, acostumbrada al buceo sin botella del underground. “El éxito, a veces, no depende sólo del artista sino del mamánager”.

Bastante tiene una
con lo que no tiene.

Cuando dejó atrás la música (y la fotografía: Bello Público recopila las instantáneas que tomó a los clientes del teatro Alfil, donde ejerció de taquillera; un curro, según ella, “más psicológico que artístico”, porque “ver a Haro Tecglen sonriendo no tiene precio: ¡ni en la comunión de su Eduardito!”), cuando dejó atrás la música, decíamos, Ajo se concentró en sobar la poesía. “Sacarla del libro y subirla al escenario, de donde nunca debió salir, porque era cultura oral y ahora está en manos de los intelectuales”.

Esto supera la ficción.
Debe de ser la realidad.


“Si no fuese por aquella ventana [el periscopio por el que observaba a los seres en blanco y negro de García Alix], ahora tendría dos exmaridos y tres pensiones”, retoma las bridas del pasado. “Pero me fui despistando, hasta que me di cuenta de que quería ese lío para mi vida”. Años después, en ella reina “el caos como orden superior” y la micropoetisa se deja caer por bares, salas y festivales blandiendo “un arma cargada de pasado imperfecto”. También se ha subido al palco de lugares insospechados: “Lo he hecho [el recital, no el amor] en una rave con tíos puestos hasta las trancas, en una asociación de amas de casa y hasta en la cárcel de Valdemoro”. Le gusta cuando la gente jalea, como en el flamenco, ¡arza!

Vendo agendas pequeñas
para gente de pocos amigos.


Otros nunca la han escuchado, pero la leen en silencio, hasta el punto de que algunos Micropoemas se han colado en las listas de los poemarios más vendidos. “Me hizo mucho ilusión que, entre los cinco primeros, yo fuese el único autor vivo”. De entre las muertas, le gustan Alejandra Pizarnik y Clarice Lispector. Y le inspira todo: “Incluso cuando escucho o leo por error, porque la distorsión te puede llevar al acierto”.

Si le sumo mi soledad a la tuya
qué es lo que obtengo a cambio
¿Dos soledades o ninguna?

A veces, no sabes si Ajo responde o rima. “Entro en modo micropoético e infecto el doblefilismo, porque el poema, para que no sea plano, tiene que tener doble filo”, esgrime. Sus agitpoems frecuentan el puente aéreo del alma humana (amor-muerte), pero no son pretenciosos sino que hacen pie en lo doméstico. “Yo no soy de la poesía sino del rock”, reniega. “No me relaciono con nadie de la literatura ni ellos me consideran escritora”.

Nos regalan miedo
para vendernos seguridad.


Su amiga Ruth, por cierto, presta su apellido a Musa, la perra, Musa María Furiase Toledano en el libro de familia. “Es antitaurina. Ve un toro y me tira la tele... Y luego se pone a buscar detrás del aparato a ver si lo encuentra”. Lo de Furiase, muy cuché de España, es una herencia lisérgica de Leopoldo Alas que no viene a cuento, porque la perrina se ha puesto a ladrar como una condenada, Ajo mira la hora y ya nos han dado las dos. “Es que tiene un reloj suizo en su interior y quiere comer”.

Compré apio en la frutería
        (opio no tenían)
tuve que tomarme un pepito de ternera
        (de ternura no quedaban ya).
Ahora busco mojama sin parar
porque dicen que sabe a-mar.

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