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Tú a 'La la Land' y yo a California

'La la land', que conecta fácilmente con la corriente New Sincerity de los 90, ha sido muy bien acogida por un público y una crítica deseosos de sacudirse la ironía y el cinismo que dominan la producción cultural de los últimos años

Emma Stone

MANUEL GUEDÁN

De los trances habituales de la vida contemporánea, solo hay uno más terrorífico que el atasco; una entrevista de trabajo. En realidad, son idéntica cosa: demasiadas personas tratando de alcanzar un mismo lugar (a sabiendas de que demasiado es una de esas palabras gafes que tiñe de negatividad todo lo que toca y que ser demasiados es un drama todavía mayor porque, a fin de cuentas, ¿qué culpa tiene uno de ser lo mismo que los demás?).

Aunque conviene señalar una diferencia entre ambos trances: el atasco es más honesto en su expresión de lo imposible, nos obliga a exhibir ante el resto nuestra trivialidad y desesperación, condenados todos formar una única comunidad. Las entrevistas de trabajo, en cambio, suceden a resguardo, en una suerte de intimidad que nos permite soñar con nuestra mejor versión y demostrarle a una persona toda nuestra valía. Ambos trances tienen lugar, y más de una vez cada uno, en la oscarizada La la land. Normal ya que, más allá de su carcasa romántica, la película trata de los procesos de elección —aquellos que decide uno mismo— y de selección —aquellos donde te eligen los demás—.

La la land, que conecta fácilmente con la corriente New Sincerity de los 90, ha sido muy bien acogida por un público y una crítica deseosos de sacudirse la ironía y el cinismo que dominan la producción cultural de los últimos años.

Sin embargo, ese giro no permite afirmar, como se ha venido haciendo, que se trata de una película ingenua o fantasiosa, más allá de las licencias propias del musical. Tampoco es cierto que se trate de un film romántico, con final infeliz. El desenlace no habla de la imposibilidad del amor, sino más bien de su irrelevancia.

La película muestra el reajuste estratégico que está experimentando toda una generación —a la que, a sus 31 años, pertenece el director, Damien Chazelle—: ¿qué lugar le queda al amor, y aun más, a los afectos, cuando las fuerzas y la motivación se ponen en un buscar un empleo y tratar de tener éxito en él? En tiempos de precariedad y, tras la incorporación de la mujer al mercado laboral, ¿es posible conjugar las carreras profesionales de dos personas? Una vez que alguien logra un puesto, ¿cómo asumir en carne propia los riesgos de mudarse por amor?

En ese sentido sí podemos afirmar que La la land dispara sobre el mito del amor romántico y apuesta vivamente por el poliamor forzoso: cada vez que dos personas se acuestan, inevitablemente son cuatro los que se van a la cama: ellos dos y sus dos profesiones. Los conflictos entre los cuerpos amorosos de Ryan Gosling y Emma Stone difícilmente darían para una película, pues son más bien pobretones. Sería impensable que alguno de los dos se acostara con otra persona y eso desatara el clásico episodio de celos; no tienen tiempo ni ganas. Solo dentro del cuarteto es posible el conflicto. Cuando Sebastian triunfa con un grupo musical, Mia le reprocha que le esté siendo infiel a su sueño de abrir un club de jazz. Y si Sebastian corre a buscar a Mia a la casa de su padre, no es para solucionar sus problemas y pedirle que se casen, sino para arrastrarla a una entrevista de trabajo.

Porque eso sí: se ve que lo único más inamovible que un matrimonio de los de antes, son los sueños de ahora. Una vez que tienes uno hay que perseguirlo hasta el final, y nada de cambiarlo o ajustarlo a unas expectativas más reales. Después, cuando los dos protagonistas ya están encarrilados profesionalmente, pueden romper civilizadamente: una amable conversación en un banquito. No hay drama, aquí Bogart embarca a Ingrid Bergman y se vuelve tan contento a hacer del Rick’s un garito trendy. Y a ella, cuando aterriza, no la espera un marido, sino su nuevo representante.

Se puede argumentar que la película no problematiza esta situación — el amor como un desfile de personas que nos van acompañando en la ardua pasarela del éxito profesional—, y que el film redondearía su complejidad si, además de La la Land, dejara ver algo de la California real, esa en la que Tom Joad pisa las uvas del vino que beben Mira y Sebastian; esa en la que al menos uno de los dos se quedaría a mitad de camino de sus aspiraciones; pero hay que reconocerle su acierto y novedad en el retrato del amor en los tiempos de la CEOE.

El final no deja lugar a dudas sobre su intención: cuando se reencuentran, y Emma Stone ve pasar antes sus ojos la vida que podría haber tenido junto a Ryan Gosling, no se está tirando de los pelos por haber preferido su carrera, simplemente confina al discurso sentimental a ser poco más que un souvenir con nieve incorporada; algo que agitar para animarnos en la melancólica tarde del domingo, justo antes de que empiece la jornada laboral.

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