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Francisca Adame, la poetisa de la Memoria

El franquismo le robó a su padre, a su hermano; le arrebató adolescencia y juventud. Alegría de los presos cordobeses durante la dictadura, analfabeta hasta los 65 años, Francisca Adame es hoy una activa militante de la Memoria Histórica

Francisca Adame.

Más vale tarde que nunca,
esto es una gran verdad,
pero escuchemos la voz
de los que estuvieron
y ya no están.

Es el anhelo que mueve la mano de esta poetisa tardía que se emociona cuando recita sus propios versos. “Porque no son poemas –solloza- son trozos de mi vida”. Una vida de miserias, como la de tantos otros españoles, que Francisca Adame (La Victoria, 1922) pone blanco sobre negro “porque nada hay peor que el olvido”.

Ella apenas recuerda infancia, su adolescencia o juventud. No por sus 93 años de lúcida memoria. Sencillamente, porque no las tuvo. Hija de un guardia civil defensor de la República, la Guerra Civil le obligó a vivir una vida errante huyendo de las bombas y en pos de un padre que aprovechó sus conocimientos militares para dirigir a una compañía de milicianos.

Escucha la entrevista a Francisca Adame:


De Ciudad Real a Adamuz, de La Herrería a Hinojosa o Villanueva de Córdoba. “Los diez hermanos y mi madre, que no era mujer de mucho espíritu, íbamos detrás de él, de aldea en aldea sin perderle la pista, porque no sabíamos dónde iba a acabar cuando terminara la guerra”.

“Al acabar la Guerra, mi padre y otros dos hermanos combatientes se fueron a Alicante a esperar el barco ruso que los iba a sacar de España. Pero ese barco nunca llegó"

Pero la contienda terminó para Manuel en un campo de concentración y, para Francisca, en el nuevo peregrinaje de una adolescente analfabeta convertida en mujer a golpe de hambre, frío y desprecio, que asumió el coraje que le faltó a su madre, una mujer asustada que sólo le repetía: “Niña cállate, niña calla”.

“Al acabar la Guerra, mi padre y otros dos hermanos combatientes se fueron a Alicante a esperar el barco ruso que los iba a sacar de España. Pero ese barco nunca llegó. Los apresaron y los condujeron a la plaza de toros dónde los iban a matar: Ya estaban en fila frente al pelotón cuando les salvó un teniente coronel de la Legión que dijo que aquello no podía ser, que tenían que pasar por un tribunal”.

Francisca Adame al finalizar la Guerra Civil.

Francisca Adame al finalizar la Guerra Civil.

La mocita de los presos

A un hermano lo enviaron al Castillo de Santa Bárbara y lo condenaron a cuatro años. A Manuel lo condujeron al fuerte de San Fernando y, tras ser condenado a muerte, al presidio de Córdoba. Y allí marchó Francisca; a servir en casas y a aprenderse de memoria una cárcel que ─hoy afirma─ también fue la suya. Porque la visitaba cada día para llevar un canasto con comida para su padre ─“plátanos, pan duro, lo que pillaba”─ y marcharse cargada de recados del resto de presos: cartas escondidas en zapatillas que después repartía o la cesta de la manduca llena de ropa sucia.

De aquellas idas y venidas hay un día especial en la memoria de Francisca: “Uno de los presos que recogían los canastos de la comida se acercó y me dijo: ‘Corre porque, si no fuera porque eres casi una mocita, te daba un beso’. ¡Y entonces los besos no se daban así con tanta facilidad! Y yo le pregunté ‘¿Por qué?’ ‘Porque le han quitado a tu padre la pena de muerte”.

El capitán Manuel Adame, padre de Francisca.

Se la conmutaron por 30 años de prisión que pasó entre Sevilla, Dos Hermanas y el campo de concentración del que salieron los esclavos que levantaron otra de las megalómanas infraestructuras del dictador: el Canal del Bajo Guadalquivir, 158 kilómetros horadados a pico y pala, que hoy riegan 80.000 hectáreas de campo andaluz y que, gracias a Francisca y a la Comisión de la Memoria Histórica, desde 2006 se enseña en las escuelas como el Canal de los Presos.

También tardo el amor en redimir el penar de la niña. “No tenía zapatos, ni vestidos, ni ná, pero era un poquito mona. Y me enamoré de Manuel. Y él se enamoró de mí. Pero ¡ay! La familia no me quería ni frita. Yo era hija de un comunista, mi familia era la más pobre del pueblo y aquello era una tragedia para su familia, que no representaba lo que tenía porque era muy tacaña. Pero me quedé embarazada y me casé. Él me quiso siempre como yo era”.

Fruto de aquella boda nacieron siete críos y otra tragedia, la más estremecedora de todas, la que más le cuesta recordar porque “eso no se supera nunca”. “Acababa de llegar la democracia y eran los estudiantes los que estaban moviéndolo todo, moviendo la vida. Mi hija estaba estudiando enfermería en la Universidad de Córdoba. Se reunieron en un piso y llegó la policía. Ella quiso saltar por una ventana. Se cayó y se mató. Tenía 22 años. Se llamaba Margarita”.

Poetisa de la Memoria

Y fue ella, Margarita, que reunía a sus amigos en la cocina de casa, la que confirmó la militancia antifranquista de Francisca. Recuerda la muerte de Franco como “una liberación” que tuvo que contener rodeada como estaba en Fuente Palmera de una familia fascista. Su necesidad de contar le llevó, a los 65 años, a matricularse en la escuela de adultos para aprender a leer y a escribir y, desde entonces, no ha dejado de poner blanco sobre negro lo que ella llama “cachos de mi vida”.

Los poemas de Francisca son, explica, "cachos de dolor que tengo grabados en mi corazón y que no quiero que se pierdan cuando muera" 

“Cachos de dolor ─explica─ que tengo grabados en mi corazón y que no quiero que se pierdan cuando muera”. Poemas que cuentan la Guerra Civil, las penurias de los presos, de los emigrantes; versos sobre la lucha de las mujeres; contra el olvido de los mayores. Una trova sencilla, sin rencor, que sólo pretende que no se repita lo que ocurrió y “acabar con el silencio que fue nuestro segundo apellido durante más de 40 años”.

En 2005, el gobierno andaluz concedió a Francisca la medalla de Andalucía en reconocimiento a su labor en defensa de la Memoria, un galardón que ofreció ─y vuelven a saltársele las lágrimas─ a todos los en este país vivieron lo que vivió ella: “¡tantas personas!”. Hoy, desde su casita de La Herrería, rodeada del cariño de sus hijas y sus nietas, sigue escribiendo la poetisa de la Memoria….

Las heridas de la guerra
son difícil de curar;
sólo hay una medicina:
el amor y la igualdad.

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