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José Moreno, el último gudari del San Andrés

Gudari con 17 años, preso del franquismo a los 22, a los 97 José Moreno sigue siendo un soldado de la memoria: “Los de ETA han matado y no tenían que haber hecho eso. Pero están cumpliendo condena. ¿Dónde están los criminales de guerra?”

José Moreno (a la derecha), junto al lehendakari, Iñigo Urkullu, en 2015. / SABINO ARANA FUNDAZIOA

CRISTINA S. BARBARROJA

No hace demasiado tiempo que libró el soldado su enésima batalla en Barakaldo, en el hospital de Cruces. “¡Oye, como hay Dios!”, exclama con la risa que acompaña toda su crónica. “Yo, que estuve en la guerra y que jamás había estado en un hospital, casi me voy por un catarro mal curado”. El humilde catarro que refiere fue en realidad una insuficiencia cardiaca que en quince días también se rindió a los bríos casi centenarios de este gudari de engañosa apariencia.

Pequeño, flaco, frágil, José Moreno Torres (Zorrotzaude, 1918) empezó a moldear su fortaleza titánica cuando el pelo aún no había asomado a su barbilla. “Mi familia era una familia trabajadora. Mi aita hacía galipó –así llaman los de Bilbao al alquitrán- en una fábrica inglesa de Deusto. Y yo, con 14 años, ya me había embarcado en un mercante que transportaba carbón entre Italia e Inglaterra”.

Aquel empleo, como camarero segundo de la nao Banderas, dejó un primer bollo en la armadura del soldado. “Mussolini acababa de invadir Abisina y en Italia nada más que había hambre, miseria y prostitución. Aquello que vi era el fascismo: a mediodía los trabajadores que venían al barco, todos con camisa negra, paraban para levantar el brazo con el saludo fascista. Mientras la gente, miserable, se acercaba a pedirnos comida. ¿Quieres creer que no nos dejaban darles ni un pedazo de pan y teníamos que tirar lo que sobraba a la ría?”

Tras el golpe de Estado del 36, esa incomprensión que aún no ha resuelto el deustarra, hijo de riojano y cántabra, lo convirtió en el soldado del Gobierno de Euskadi que –dice orgulloso- sigue siendo hoy. “La sublevación nos pilló bailando en la plaza de Aspe, durante las fiestas de San Agustín. Las chicas por un lado y nosotros… a ver si se paraban con uno o no. Y entonces estalló la guerra”. La cuadrilla de dantzaris cambió romería por lucha desde el sindicato nacionalista Solidaridad de Obreros Vascos (SOV-STV). José sólo tenía 17 años.

José Moreno,en Balmaseda, en marzo de 1937. / SABINO ARANA FUNDAZIOA

“Nos mandaron a hacer el campo de aviación de Sondika. Pero estábamos cansados y no veía ningún avión por allí. Así que nos metimos en el Batallón San Andrés de Zapadores para hacer las trincheras para la defensa del pueblo vasco”. Recuerda lo afanoso de las paladas en la ribera del Gorbea, en Zeanuri. Y cómo la ofensiva sobre Bilbao, los bombardeos de Gernika y Durango, lo cambiaron todo. “¡Si nosotros no teníamos ni aviación ni nada. Y teníamos que luchar contra los italianos, contra los alemanes y contra los moros que trajo Franco!”, se lamenta.

En la retirada hacia Asturias, en el convento cántabro de Montiano, el número de bajas era tal que a José lo convirtieron en fusilero, “¡un gudari verdadero!”, exclama otra vez. “En Balmaseda estuvimos dos o tres meses defendiendo la ermita. Pero no se podía aguantar con la aviación que tenían estos. Y porque a José Antonio Aguirre lo engañaron el Partido Socialista y la República.” Se refiere Moreno al primer lehendakari, fundador del Eusko Gudarostea; el ejército de 100.000 soldados que, sin los refuerzos de Madrid, no pudo evitar la caída del llamado Cinturón de Hierro de Bilbao en junio del 37.

Evoca el gudari como, tras la rendición de Santoña pactada con los italianos, fueron trasladados a la playa cántabra: “Les entregamos las armas y se portaron bien con nosotros. Pero llegaron las fuerzas españolas… Se llevaban a la gente para fusilarla y nosotros tuvimos la suerte de que nos metieran en un vagón de tren. Teníamos un chusco y una lata de carne rusa para cuatro; no nos dejaban salir ni para mear y hacíamos las necesidades rompiendo las tablas del suelo. Así, tres días, hasta que llegamos a San Juan de Mozarrifar”.

En el pueblo zaragozano, “en el que se hacían los cuentos de Calleja”, recuerda, a José le asignaron plaza en un batallón de trabajadores, “de esclavos”, matiza. “Mal comidos, llenos de miseria, de piojos, nos pusieron a hacer carreteras”. Después vendría la cárcel por la frase que se le escapó delante de uno de los soldados que custodiaban el mal comer de los carreteros.

“Te voy a decir la palabra”, advierte, pero se explaya intrigante en la anécdota: “Estábamos comiendo cuando uno de la cuadrilla recibió una carta: ‘Mi madre me dice que los amigos de Erandio no nos escriben porque estamos en un batallón de trabajadores’. Y a mí se me escapó la palabra y te la voy a decir: ‘Me cago en sos y en la madre que los parió; se han vuelto todos unos fascistas”.

Reconoce Moreno que aquella fue una de las pocas veces en las que pasó verdadero miedo: “Pensaba que me iban a fusilar”. Lo que le esperaba fue, sin embargo, un juicio sumarísimo y condena por marxista-leninista. “¡Y yo ni sabía qué era eso; yo era del Partido Nacionalista Vasco!”, enfatiza con un marcado acento de Bilbao. Dos años y medio de cárcel y aún recuerda de carrerilla el nonagenario todas las prisiones que conoció: Zaragoza, San Gregorio, Bilbao, Balmaseda y el penal militar de Huesca.

Moreno, en el centro, con Ateca y Arriola, gudaris del Batallón San Andrés, en 1937. / SABINO ARANA FUNDAZIOA

Moreno, en el centro, con Ateca y Arriola, gudaris del Batallón San Andrés, en 1937. / SABINO ARANA FUNDAZIOA


El gudari recuperó la libertad con 24 años. Trató de volver a navegar pero en su carnet el régimen le añadió el apellido de “rojo separatista”. Así que, después de casarse “con una señora guapísima, muy buena mujer” y traer dos críos al mundo, tuvo que deslomarse “quitando y poniendo tornillos en La Naval, en los Astilleros Españoles, día y noche, para sacar adelante a los hijos”.

Soldado de la memoria

Y a eso dedicó la mitad de su vida. La otra, en la que sigue empeñado hoy, es la recuperación de la memoria de los que no corrieron su suerte. Como su cuñado, Juan López, encerrado con otro vasco ilustre, Ramón Rubial, en el Penal del Puerto de Santa María”. “Debió de coger alguna enfermedad y allí murió. Lo metieron en una fosa común y ni avisaron a mi hermana, que estaba en estado de buena esperanza”.

José, que pasó la fiesta de Reyes Magos con la niña nacida durante aquella crueldad –“soy el único tío que le queda vivo”- trató de encontrar los restos del marido de su hermana. Cuenta que el lehendakari Rubial les ayudó para cobrar algunas indemnizaciones y que la Sociedad de Ciencias Aranzadi estuvo investigando, “pero del Gobierno de España… nada de nada”, se queja.

Se enciende al mentarle el del PP: “Los de ETA han matado; muy mal ¿eh?, no tenían que haber hecho eso. Pero esos están cumpliendo condena. ¿Dónde están los criminales de guerra? Porque ahí tienes a Billy El Niño al que el esconde el Gobierno de Rajoy. Y todo lo que pasamos nosotros lo sabe una señora argentina”. No recuerda José el nombre de la jueza María Servini que instruye la querella de los crímenes del franquismo que también lleva su firma.

A finales del siglo pasado el tesón del guerrero tuvo como recompensa La Huella, un monumento levantado en Artxanda en memoria de sus compañeros, los Gudaris del 36. Y desde entonces, a pesar de su aspecto frágil y sus 97 años, José no ha faltado a una sola ofrenda floral en recuerdo “a los que lucharon contra el franquismo y por la democracia y la libertad de este país”.

“Este país” es Euskadi. El soldado, que ha cambiado el fusil por la tinta y el papel con los que se sigue “metiéndose con todo dios” en las cartas al director que envía periódicamente al diario Deia, guarda como oro en paño su carnet de militante del PNV. Y advierte después de su enésima risa: “Veo muy bien lo de los catalanes, hacen bien. Pero atiende: dentro de poco verás también al País Vasco… ya lo verás”.

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