Este artículo se publicó hace 16 años.
El agridulce encanto de lo tardío
Juan Goytisolo es uno de los nombres más conocidos de nuestras letras fuera de España y uno de los más controvertidos dentro. Su nombre sólo suscita indiferencia o tibieza en quienes no lo han leído. Sus elecciones ideológicas o sentimentales han sido tomadas por algunos como excusas para desactivar lo único que (en principio) reconoce el Nacional de las Letras: la calidad de la carrera literaria de un autor. Y creo poco discutible la calidad media de la obra narrativa, crítica y autobiográfica de Goytisolo, encontrándose su legado entre los más importantes del XX. Sobre Goytisolo han escrito con fervor críticos europeos y norteamericanos; católicos, árabes y protestantes; es leído en casi todo el mundo y ha tenido seguidores en varias promociones de escritores y lectores, así como defensores de edades variopintas como las de Julián Ríos, Carlos Fuentes, Gimferrer, Sánchez Robayna, J. F. Ferré o Jorge Carrión.
Se ayuda a una cultura mediante la crítica de vicios establecidos
El propio Goytisolo ha contribuido, conscientemente o no, a que la valoración de su obra literaria se vea esmerilada por factores extraliterarios. Atento siempre a la actualidad española pese a su exilio voluntario en Marrakech, agitador cultural, portador constante de opiniones contundentes, ha sido criticado por tirios y troyanos, por estar demasiado lejos o demasiado cerca; a ratos por la ferocidad de sus críticas y a ratos por aceptar premios o reconocimientos de un panorama cultural que dice detestar. En este sentido, creo que se ayuda a una cultura aportando nuevas obras, pero también mediante la crítica de vicios establecidos y de las carencias del sistema cultural. Goytisolo ha hecho las dos cosas, y las ha hecho bien. Esto no significa compartir todos sus libros, posturas, críticas y opiniones, algo imposible por su extrema singularidad. A la hora de valorar su competencia literaria hay que dejar de lado lo que piensa Goytisolo sobre la cultura patria, sobre política internacional, sobre el orientalismo, sobre el sistema educativo o sobre la historia de España. Hay que ceñirse a los textos y ver si sus lecturas, teorías y diversos conocimientos construyen o no una narrativa sólida, si su tratamiento del lenguaje es firme y original, si sus personajes y técnicas han quedado en el imaginario narrativo posterior, y si sus aportaciones críticas y autobiográficas se cuentan o no entre las mejores que tenemos. Se trata de valorar, de forma desapasionada, un conjunto de textos. Y si esto se hace con rigor, sin animadversiones ni nepotismos, debe reconocerse que este premio ha acertado de lleno al galardonar con bastante retraso una trayectoria literaria con escasos parangones en nuestra historia reciente.
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