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Las apariencias engañan pero ayudan a robar

ÓSCAR LÓPEZ FONSECA

Abriría las puertas de su casa de par en par a alguien que le dijera que es un ladrón? ¿Estaría dispuesto a pagar 50.000 euros por la cara a un estudiante de chino que le amenazara con un atentado? ¿Haría un negocio millonario con alguien que en su tarjeta de visita se presentara como estafador? Evidentemente, no. Por ello, algunos delincuentes se hacen pasar por lo que no son para robar. Por ejemplo, por policía. O por miembro de ETA. O por general del Ejército. Entonces, la anterior respuesta hubiera sido, casi con toda seguridad, diferente.

Que se lo pregunten si no a la mujer que el pasado 22 de abril fue abordada a la puerta de su casa de Madrid por tres hombres que dijeron ser policías. Con sus pistolas al cinto, sus placas de agentes, sus ruidosos walkie-talkies y unos chalecos antibala con la palabra Policía bien visible, no opuso resistencia a que entraran. Cuando se dio cuenta de que lo que querían era robarle las joyas, era demasiado tarde. En realidad, eran Mario Pacheco, El Cocacolo, y su particular brigada especializada en asaltos por el sistema del policía ful, es decir, del falso policía. Con él, daban palos a honrados ciudadanos, pero también a narcotraficantes a los que les robaban la droga. Y no les iba nada mal a la vista de la cantidad de billetes de 500 euros que El Cocacolo pretendía hacer desaparecer a golpe de cisterna cuando los GEO fueron a detenerlo en su casa. Atascó el inodoro.

Menos le duraron las apariencias a Jorge García, un empresario de 32 años que estudiaba chino para fortalecer su negocio de importador de juguetes y que decidió acortar el camino hacia la riqueza a golpe de chantaje. Jorge decidió hacerse pasar por etarra y, ni corto ni perezoso, elaboró un centenar de cartas exigiendo a otros empresarios una donación de entre 15.000 y 50.000 euros en nombre de la banda terrorista. Para evitar que los extorsionados terminaran pagando a la ETA de verdad, el estudiante de chino facilitaba un número de teléfono y fijaba el lugar de entrega de dinero en un edificio del centro de Madrid. En concreto, en el cuarto de basuras ¡¡¡de su propio domicilio!!! No consta si en prisión se ha apuntado a un curso de euskera.

Quien no necesita clases para estafar es José Manuel Quintía, Capitán Timo, un delincuente de la vieja escuela cuyas puestas en escena incluían guardaespaldas, una comitiva de grandes coches con emblemas del Ejército y, por supuesto, a él perfectamente uniformado de militar. Quintía, que se hacía pasar por almirante, coronel del servicio secreto o lo que hiciera falta siempre que tuviera muchos galones, embaucaba a todo tipo de empresarios, a los que prometía jugosos negocios a cambio de que adelantaran un dinero que desaparecía con él. Al dueño de una óptica le birló 88 millones de las antiguas pesetas prometiéndole un contrato para vender gafas de sol a Defensa. A una empresa de telecomunicaciones, otros 20 millones con la promesa de conseguirle partidas de móviles muy baratos en las bases norteamericanas en España. Y así un largo etcétera. El Capitán Timo intentó, incluso, engañar al tribunal que le juzgaba simulando un ataque epiléptico. Genio y figura hasta en el banquillo.

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