Este artículo se publicó hace 11 años.
"Bajé a ayudar a los heridos y me encontré a mi hija entre ellos"
Apenas han transcurrido 48 horas del accidente del Alvia 151 entre los raíles todavía permanecen esparcidos algunos asientos, enseres personales y una puerta arrancada de cuajo y utilizada como camilla por los vecinos.
En la zona cero de la tragedia, a pocos metros de la curva mortal que engulló al menos 78 vidas, el ruido de las máquinas que adecentan las vías se mezcla con el cantar monótono de los gallos. En el lugar de Angrois, a escasos 4 kilómetros del centro de Santiago de Compostela, los vecinos han vuelto a sus quehaceres, ajenos al trasiego continuo de extraños: policías, operarios, periodistas de varias nacionalidades. Apenas han transcurrido 48 horas desde que el Alvia 151 que hacía el trayecto Madrid Chamartín-Ferrol (A Coruña) se desbocaba, provocando al menos 78 víctimas mortales y 31 heridos graves.
La tarde del pasado miércoles, los vecinos estaban a lo suyo, ocupados con sus tareas cotidianas, inmersos en la misma rutina que ahora tratan de recuperar; aunque ya nada vuelva a ser lo mismo. En una de las calles que se ha convertido en el mirador improvisado, desde el que otear mejor las vías del tren e invadido ahora por trípodes y cámaras de televisión, todavía cuelgan banderines de plástico descoloridos por el sol. "Fue una suerte que no pillase a nadie en el campo da festa" [lugar vecinal que acoge las celebraciones en los núcleos rurales de Galicia], afirma Javier Rosado, de 26 años, uno de los primeros en llegar al lugar del accidente. "Suelo venir aquí por las tardes porque vivo muy cerca. El miércoles, cuando estaba de camino, de repente, escuché un estruendo tremendo y un olor a quemado muy fuerte. Pensé que había explotado una botella de butano". Sin ni tan siquiera pensarlo, Javier salvó el desnivel y bajó hasta el tren accidentado.
"Había cristales y maletas por todas partes, gente aprisionada entre los sillones"Para entonces, los vecinos ya habían cortando las alambreras que persuaden a los intrusos de acercarse a los raíles. De entre los fotogramas que componen su película personal de la tragedia se le ha quedado grabado el primero: "Había una pareja con un bebé muy pequeño en brazos y un niño de entre 5 y 8 años. El bebé parecía estar perfectamente bien. Los sacamos a los cuatro". Lo que sucedió en las siguientes cinco o seis horas ininterrumpidas en las que colaboró en las labores de rescate solo los allí presentes lo saben. "Rompimos las ventanas para meternos en los vagones. Había cristales y maletas por todas partes, gente aprisionada entre los sillones", rememora.
Javier es lo que Manuel Leis califica, mientras se limpia las lágrimas, "un héroe". Leis lleva sin poder pegar ojo desde que empezó la pesadilla, víspera del Día de Galicia. También vive muy cerca de la curva letal de A Grandería, por lo que no se encontraba muy lejos. Lo que ignoraba es que su hija viajaba en el tren siniestrado. "Bajé a ayudar y me encontré a mi hija, sentada en el suelo", cuenta emocionado. "Lo importante es que nos salvamos", remacha así, en plural, porque siente que en el convoy también viajaba él, aunque ni tan siquiera tuviese billete. Ana Belén, la hija, se recupera en un centro hospitalario de Santiago de los cortes que tiene en la cabeza. Del momento del accidente solo recuerda que tenía "a una señora encima" y que, a continuación, salió apoyada "en alguien".
Ese alguien bien pudo ser Abel Rivas que, desde que tuvo conocimiento del trágico suceso, peleó por "sacar al máximo número de personas posible" del amasijo de chatarra en que se habían convertido los vagones. "En un primer momento, pensé que había descarrilado un tren de mercancías, como otras veces", explica. Fue bastante peor que eso.
A pocos metros de donde se hallan Javier, Manuel o Abel, los operarios del Administrador de Infraestructuras Ferroviarias (Adif) se afanan por dejar las vías libres, donde todavía permanece la cabeza tractora y un vagón. Entre los raíles todavía permanecen esparcidos algunos asientos, enseres personales y una puerta arrancada de cuajo y utilizada como camilla por los vecinos para transportar a las víctimas.
Mientras los vecinos de Angrois intentan recuperar su rutina, la Policía Científica hace su trabajo. En la mañana del viernes, los forenses han rebajado de 80 a 78 el número de fallecidos, seis de cuyos cadáveres todavía no han podido ser identificados. Entre esos cuerpos se encuentra el de la dominicana Rosalina Ynoa, una funcionaria de aquel país que se había desplazado por motivos laborales a Madrid. "El embajador le dio tres días libres y quiso viajar a Santiago, donde reside su hermana, para darle una sorpresa", explicaba, a las puertas del edificio administrativo Cersia que acoge a los allegados de las víctimas, Simona Ventura, amiga de la familia. Rosalina nunca llegó a su destino. Sin embargo, pocos sabían que viajaba en ese tren. "Su familia de la República Dominicana leyó en internet que se había producido un accidente y llamó inquieta", explica.
A pocos kilómetros del Cersia, donde los parientes de Rosalina esperan que concluyan las labores de identificación del cadáver, en diversos hospitales de la capital gallega, 81 personas se aferran por seguir viviendo. No muy lejos de allí, Javier Rosado, uno de los héroes de Angrois, no puede quitarse de la cabeza a ese bebé que sacó del vagón. "Ojalá la familia esté bien".
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