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Aquel balón de rugby

Cuando Nelson Mandela salió al césped de Ellis Park vestido con la camiseta verde de los Springboks estaba a punto de ocurrir un milagro. Por primera vez en la historia de la humanidad, Sudáfrica, el vértice del continente africano, era el centro del mundo. Hasta entonces y durante décadas había sido un país maldito, relegado y silenciado por la sombra del apartheid, un país odioso y absurdo que, en los albores del siglo XXI, aún permanecía encajonado en los prejuicios raciales del siglo XIX.

Para mantener sumisa a una población en que los negros aventajaban a los blancos en una proporción de seis a uno, el tinglado del apartheid había recurrido a la violencia, a la injusticia de negar el derecho al voto por el color de la piel, a palizas brutales, a torturas inhumanas, a persecuciones, infamias y martirios. Todo hacía presagiar que, cuando el poder blanco se derrumbara, Sudáfrica caería presa de una guerra civil, una oleada de justa represalia, de ira y de sangre. Los antaño orgullosos afrikaners temblaban de miedo, se agazapaban en unidades paramilitares, acumulaban armas o pensaban en escapar del país, mientras que las víctimas que habían apaleado y atemorizado durante décadas afilaban los cuchillos y planeaban la venganza.

El hombre que detuvo lo que todos los analistas internacionales consideraban una masacre en marcha había sufrido durante casi tres décadas la prisión y el oprobio de los trabajos forzados. Lo hizo con un concepto que parecía imposible para el gobierno blanco y no digamos para sus hermanos de lucha: reconciliación. Había que perdonar, dijo, y para ello Mandela sumió a toda la nación en una catarsis colectiva, una ceremonia de clemencia donde los antiguos asesinos y los familiares de las víctimas se abrazaban fundidos en llanto, por primera vez no blanco contra negro, sino negro junto a blanco. Pudo haber hecho más, pudo haber arrebatado el poder económico además del poder político, pero fue prudente, pensó que de momento bastaba con que Sudáfrica no se ahogara en sangre.

Entonces, tras las elecciones que ganó en 1994, Mandela tuvo un golpe de genio donde vio mucho más allá y mucho más lejos, una de esas ideas sencillas y magistrales que sólo se le conceden a un par de políticos por siglo. Comprendió que necesitaba un símbolo para unir a 43 millones de sudafricanos, negros y blancos, pobres y ricos; no sólo juntos sino revueltos. Comprendió que no le servían el oro, los diamantes, las banderas, la música, mucho menos el rencor o el odio. Comprendió que el símbolo que buscaba era un simple balón ovalado, un humilde melón de rugby.

Pero el rugby era un deporte de blancos, y no sólo de blancos sino de blancos ricos. Un deporte de pijos y señoritos universitarios, un deporte odiado por los negros, que preferían el fútbol. Mandela llegó tarde a la comisión deportiva que quería erradicar para siempre el símbolo de los Springboks, un pequeño antílope autóctono que daba nombre al coraje y al empuje de la selección nacional. Contradiciendo por primera vez los principios democráticos, les pidió que votaran otra vez, que los Springboks ya no eran la marca de la opresión y del pasado sino una enseña común: la del futuro y la esperanza. Liquidado el boicot internacional, Mandela había conseguido la atención de todo el planeta: Sudáfrica iba a ser la sede del Mundial de Rugby de 1995. Llamó al capitán de la selección, Francois Pienaar, y le pidió un milagro. Le pidió a un equipo apenas fogueado en competiciones internacionales que consiguiera la victoria y regalara a todos los sudafricanos, blancos y negros, un motivo de orgullo, una razón para seguir juntos.


 No es extraño que Clint Eastwood decidiera rodar la epopeya de los Springboks en el Mundial de Rugby de 1995. La historia de Invictus parecería un guión de Hollywood si no fuese porque parece algo aún más increíble: un guión escrito por Dios. La semifinal contra Francia, en medio de un barrizal enfangado por las lluvias, fue el diluvio desde el que Mandela avistó la tierra prometida: la gran final contra los todopoderosos All Blacks de Nueva Zelanda. Nadie apostaba por los Springboks frente a aquella apisonadora maorí que había barrido del campo a Inglaterra en la otra semifinal. Nadie excepto Mandela, 43 millones de personas y los 15 jugadores, 14 blancos y un negro (casi una metáfora inversa) que plantaron la defensa más áspera y desesperada que se recuerda.

Presencié aquel partido por televisión junto a mi hermano Dani, que adora el rugby. Por supuesto, no íbamos con aquella quincena de bestias rubias donde Chester Williams desentonaba como una mancha de chocolate, sino con los All Blacks, capitaneados por una locomotora humana llamada Jonah Lomu. Fue una batalla campal, un partido poco vistoso, sin ensayos, donde los dos aperturas se dedicaron a patear entre palos y las melés chocaban como carneros. Después de una prórroga agónica (a los Springboks no les valía el empate porque la victoria habría sido para los All Blacks por haber marcado más puntos durante el mundial), a pocos minutos del final, el apertura sudafricano Joel Stransky marcó un drop sobrenatural en que el balón cruzó entre palos como un espermatozoide que anunciaba el parto, el comienzo. Sudáfrica, una nueva Sudáfrica libre del apartheid y del ultraje, entraba en la historia con una mano abrazando un humilde balón de rugby y la otra cogida a un hombre negro de pelo blanco y sonrisa inalterable.

Antes del encuentro, 65.000 gargantas habían cantado en Ellis Park una y otra vez, infatigablemente, el nombre del Madiba: 'Nelson, Nelson, Nelson'. Era sin duda alguna, sancionado por el deporte, no ya el líder de los negros oprimidos sino el presidente de una nación herida, resquebrajada por la injusticia, por incontables sangrías económicas y fracturas sociales, pero que se había salvado del desastre tan sólo por el empuje sobrenatural de 15 mulas y la visión de un hombre que atisbó un camino en medio de un campo de rugby.

Unos años después, también en un estadio sudafricano, España conseguía el sueño largamente acariciado de un mundial de fútbol gracias a la parábola de Iniesta y a la parada casi milagrosa de Casillas que desvió un gol imposible. Recuerdo que aquella noche salí a la calle a celebrarlo junto a mi familia; recuerdo a la multitud feliz que coreaba, agitaba camisetas, tomaba plazas y fuentes; recuerdo a un inmigrante senegalés subido a una estatua agitando una bandera española y a una tribu de ecuatorianos que cantaban orgullosos de su patria adoptiva. Alguien se fijó en mi perra, Coqui, mi vieja perra canela todavía viva en cuyo lomo ondeaba una bandera tricolor de papel y me preguntó: '¿Es un cocker?' Y yo respondí con una alegría inmensa e inédita: 'Spaniel, amigo mío. Spaniel'.

Pero aquí no había ningún político detrás que, como Mandela, supiera sacar partido a la victoria. Aquí nadie supo sumar ni multiplicar la alegría de aquel partido contra Holanda cuyo recuerdo se fue evaporando como humo en el viento. Casi de inmediato se oyeron voces que decían que la columna vertebral de la selección española era catalana, mientras otros replicaban que Iniesta era de Albacete, Casillas de Madrid, etc. Seguíamos en la Guerra Civil porque aquí, entre otras cosas, nunca hubo una Comisión por la Verdad y la Reconciliación. Nunca hubo nada ni remotamente parecido a los Springboks. Y, para nuestra desgracia, nunca tuvimos un Mandela.

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