Este artículo se publicó hace 14 años.
Castros entre la niebla
En colinas despejadas, sobre promontorios rocosos o aislados en penínsulas que se adentran en el mar, los castros de las Rías Baixas gallegas son, todavía hoy, un fascinante testimonio arqueológico de un pasado que se resiste a
Las Rías Baixas son, desde la ría de Muros hasta la desembocadura del Miño, además de un verdadero paraíso paisajístico y gastronómico, un magnífico lugar para descubrir la cultura y el estilo de vida castreña.
El castro es un poblado fortificado que se empezó a habitar ya en el siglo VI a. C. Carente de calles, estaban protegidos por uno o más fosos, parapetos y murallas que bordeaban el recinto habitado. Las casas no comparten paredes medianeras, están separadas de las demás, no se sabe si como reflejo de la idiosincrasa de esta cultura o debido a las dificuldades para hacerlo en las construcciones circulares. Tampoco cuentan con ventanas. El suelo era de barro apisonado.
El viajero hoy, al entrar en una casa reconstruida del Monte de Santa Tecla o al contemplar y sentir cómo rompen las olas furiosas del Atlántico contra el promontorio rocoso sobre el que se asienta el castro de Baroña, recupera experiencias que tienen que ver no sólo con el hallazgo arqueológico. Parece sentir cómo retoma un hilo que viene de muy lejos y que ha sobrevivido prodigiosamente durante milenios en estos lugares tan mágicos del paisaje gallego.
Son más de medio centenar de castros los que se reparten a lo largo de esta geografía marcada por los bosques y la presencia del mar, en forma de frondosas colinas, de playas de ensueño o de vertiginosos acantilados.
Entre la tierra y el mar. Subiendo y bajando las escaleras, protegidos por la muralla, conviviendo en la pequeña plaza comunal y habitando las casas que forman este pequeño laberinto lleno hoy de magia y misterio. Así debían vivir sus habitantes, convenientemente aislados sobre la diminuta península y permanentemente asomados al mar. El castro de Baroña se levanta sobre una gran roca convertida en una península apenas separada de tierra firme por un estrecho istmo de arena, cuyo foso fue la primera defensa de un poblado amurallado tan metido de lleno en la ría como si fuera una isla.
Continuamos hacia el sur para descubrir el parque arqueológico de Castrolandin, a poco más de un kilómetro de Cuntis. En lo alto de una suave colina el castro se constituyó como un antiguo poblado fortificado en la segunda mitad de la Edad de Hierro. Desde aquí se divisan unas vistas impresionantes de todo el valle.
En invierno puede el viajero encontrar la magia añadida de un día de niebla, las piedras surgiendo como en una visión de otro tiempo, el castro entrevisto como si estuviera completo, como si fuera un día de hace tres mil años.Llega el viajero a la misma Vigo, capital económica de las Rías Baixas, y también aquí podemos rastrear la presencia castreña de los antiguos celtas. El monte de O Castro es el punto de origen de la ciudad, el lugar donde los primeros pobladores se asentaron. Podemos encontrar unas 45 construcciones pétreas en la ladera derecha del monte. Hoy es también un magnífico parque botánico en el que estacan los pinos, cedros y camelias. Las vistas sobre la ciudad y sobre todo el entorno de la ría de Vigo, incluidas las Islas Cíes, son espléndidas. El vecino Monte da Guía, en el barrio de Teis, es otro mirador fantástico sobre la ciudad y la ría, que estuvo también ocupado por un castro.
Siempre camino del sur, en el concejo de Ponteareas, se localiza el castro de Troña, uno de los más relevantes y mejor conservados de Galicia. Es una muestra perfecta del complejo sistema defensivo que adoptaron los celtas en algunas de sus poblaciones, con su doble muralla, su foso y su parapeto. No muy lejos de éste, a orillas del Miño se encuentra el castro de Altamira, uno de los mayores yacimientos de piezas de bronce de época romana.
Y llega el viajero al más emblemático y visitado de los castros gallegos, verdadero icono no sólo de las Rías Baixas, sino de toda Galicia. Nos hallamos en el Monte de Santa Tecla o Santa Tegra, en cuyo yacimiento arqueológico se hallan las casas circulares y ovales del castro del mismo nombre. Estas viviendas redondas se construían con piedras recubiertas de mortero de cal y arena, tejados generalmente vegetales y suelo de losas o de tierra pisada, algunas de ellas enriquecidas con jambas y dinteles decorados. Aún hoy se organizan alrededor de un gran cerro vigía sobre la desembocadura de Miño, donde se encuentran las tierras de España y de Portugal.
La visita al museo o a las reconstruidas casas de los grovii o los grovios, la tribu de los celtas que tuvo su capital en la vieja Tude (Tuy), permite revivir un mundo lejano en el tiempo. Las vistas del entorno son verdaderamente espectaculares. Aunque en invierno puede el viajero encontrar la magia añadida de un día de niebla, las piedras surgiendo como en una visión de otro tiempo, el castro entrevisto como si estuviera completo, como en un día cualquiera de hace tres mil años.
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