Este artículo se publicó hace 15 años.
El estadista solitario
La invitación había llegado dentro de un sobre ribeteado en oro. A la mínima oportunidad, Il cavaliere mimaba una amistad labrada a lo largo de los años en los que ambos habían protegido la moral de Occidente con mano firme y temple de apóstol. No en vano, tras la dura cruzada contra el Islam, le había pedido que fuera el padrino de su hija e Il cavaliere había aceptado con la emoción de un hermano. Ahora que vivía en Georgetown, lejos de las brisas mediterráneas, la carta de Il Cavaliere invitándole a pasar unos días en Villa Certosa le llenaba de gozo. Muy pocos eran los elegidos para disfrutar de los encantos de ese paraíso rodeado de aguas turquesas, y su amigo, el padrino, le ofrecía a su intelecto fatigado un lugar de descanso.
Antes de ultimar los preparativos del viaje dio una de sus lecciones magistrales en una de las vetustas aulas de la universidad, plática que versaba sobre la negativa influencia de los agoreros del calentamiento global en la economía planetaria y que tituló Economy yes, economy not. Como los asistentes fueron pocos y todos españoles, decidió darla en castellano bajo el título Economía sí, economía no.
«George» dijo «en un avión de pasajeros es difícil continuar el régimen de abdominales y, además, quiero dar la sorpresa a mis amigos de Villa Certosa aterrizando en paracaídas con un velamen rojo y amarillo como los cielos de España»
Era tarde cuando llegó a su apartamento. Tenía el tiempo justo para hacer mil flexiones y llamar a su amigo George. Había pensado cruzar a nado la Bahía de Delaware y atravesar el Atlántico manteniendo el ritmo sereno de su brazada de nadador ejercitado. Pero tras las predicciones del hombre del tiempo de la FOX, decidió que era imposible cruzar el océano y alcanzar las costas de Cerdeña en dos días. Contrariado por tener que abortar la gesta, llamó a Junior a su rancho de Crawford y le pidió un avión de carga para ser trasladado hasta los confines de la casa de Il Cavaliere. "George" dijo "en un avión de pasajeros es difícil continuar el régimen de abdominales y, además, quiero dar la sorpresa a mis amigos de Villa Certosa aterrizando en paracaídas con un velamen rojo y amarillo como los cielos de España".
A las doce de la noche le esperaba el avión en las pistas del aeropuerto Ronald Reagan, en la zona reservada a estadistas y familiares. A pesar de algunas nubes azuladas tejidas en la oscuridad, el avión encaró la luna con impronta presidencial. Por un instante se sintió de nuevo mandatario, con los pies sobre la mesa y su perfil desafiando a los moros desde lo alto de su isla inaudita. Fue un intervalo hermoso, como aquel en el que en la soledad de la adolescencia descubrió los versos de If, el poema de Kipling con el que rezaba al alba. Pero había logrado desterrar la nostalgia típica de los débiles y vivir el presente, razón por la cual, cuando el aeroplano posó su barriga en el vacío rechazó la oferta de la azafata, "no drink, no meat, lady", para comenzar la sesión diaria de dos mil abdominales y entre descanso y descanso, leer el Washington Post. Por un extraño azar, el diario dedicaba una página a Il cavaliere y tras traducir el titular "Italian First minister run away from his Villa" como El primer ministro italiano da la bienvenida en su Villa, dejó las páginas en el suelo y volvió satisfecho al ejercicio.
El copiloto le despertó cuando los rayos de sol cruzaban las ventanillas. "Señor, sobrevolamos el punto indicado", informó. Se había quedado dormido como un cristo boca abajo y, si la memoria no le fallaba, cuando encaraba con tesón espartano la flexión mil siete. Aturdido, se levantó, se vistió con un traje de hombre rana y se colocó el paracaídas hinchando los tríceps y los bíceps al percatar la mirada incisiva de la azafata clavada en su musculatura de marine.
El salto al vació fue impecable. La vela rojigualda y su pelo brillante se expandieron al viento. Lástima que no hubiese nadie para inmortalizar esa escena, quizás un fotógrafo accidental en uno de los cafés de Porto Rotonde, pero pensó que las hazañas invisibles hacían más carismáticos a los hombres que ocuparían las enciclopedias del futuro, y con pericia amaestró el paracaídas para aterrizar justo al pie de las escaleras que morían en el embarcadero de Villa Certosa. Dio una rápida ojeada panorámica. Le sorprendía no oír bullicio festivo venido del lago artificial, de las cinco piscinas termales o de la colina de los pensamientos. La última vez que estuvo en ese sereno rincón sentado en el trono que Il Cavaliere le había prestado, tuvo la certeza de que más tarde o más temprano volvería a hacerse con las riendas de su patria. "Quizás me preparan un fiesta sorpresa", se dijo mientras subía la escalera circundada de crisálidas.
Pero la casa estaba vacía y la terraza cubierta de una hojarasca que había empezado a ocultar los restos de la última seratta. El lugar recordaba más a un jardín secreto que al espléndido vergel grabado en su memoria. Con el corazón en un puño, sintió por vez primera la traición de un amigo, el padrino, evaporado cuando el Washington Post aseguraba que había abierto las puertas de Villa Certosa. Cabizbajo, anduvo pensando en la fugacidad del poder y cómo la ingratitud de los electores te convertía en un apestado social. Recogió una rama seca y con ella peinó su melena para calmar la ira.
Se disponía a sentarse al borde de la piscina y a mecer sus pies bajo el agua, cuando oyó el sollozo lejano de un ser humano. Procedía de la colina en la que él y Il Cavaliere habían estado intercambiando delirios balompédicos, una lúcida conversación en la que llegaron a la conclusión de que fútbol es fútbol. Al poco de iniciar el ascenso distinguió a una jovencita sentada con las piernas cruzadas y una larga pelambrera cubriendo sus pechos desnudos. Como un caballero, recogió dos hojas del suelo y se las entregó tan pronto la tuvo a sus pies. ¿Quién eres?, preguntó en un perfecto español. Sono una Velina, contestó la joven. Precioso nombre, pero ¿no deberías estar en casa con tu mamá o con tu papá?, preguntó circunspecto. No, Papi non cè, contestó la chica con los ojos iracundos, antes de lanzarse colina abajo llorando y con las manos revoloteando como una mariposa.
"Ni Napoleón abandonado en Elba" se dijo, decidido a largarse con premura de Villa Certosa. Para curar el honor lacerado, no había nada mejor que el ejercicio físico. Impertérrito, observó el horizonte y valeroso se metió en el mar sin tener en cuenta que la providencia le había abandonado a su suerte. Cuando estaba a punto de alcanzar las costas de Portugal, fue arrastrado por un submarino ruso hasta las redes de un atunero brasileño, y tras una lucha indómita con tres atunes, fue abandonado en las costas de Brasil. De cariz obstinado, decidió cruzar corriendo la selva amazónica con tan mala fortuna que fue capturado por los indios ticuna y entregado a guerrilleros de Sendero Luminoso a cambio de una mandolina. Convertido en una permuta viviente, al fin logró llegar a Georgetown vestido de Buffalo Bill.
Desde su última clase magistral habían transcurrido tantos meses que ahora ocupaba su plaza otro profesor emérito. Con gesto torero, rezó los versos de If y retocó su melena antes de entrar en clase. Le interesaba saber sobre qué trataba la lección de su sustituto titulada "Economía y talante".
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