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Gordon Brown: entre la ira y la supervivencia

El primer ministro británico hundió a los laboristas en las encuestas pese a su buen hacer económico

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El primer ministro británico se definió hace poco en una entrevista como "un libro abierto". Pero una cosa es cómo se ve uno mismo y otra cómo te ven los demás. En los 10 años que lleva en Downing Street, Gordon Brown ha cargado con la fama de ser un hombre serio, reservado, tímido y poco hablador.

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El periodista Andrew Rawnsley publicó hace varios meses una novela titulada ‘The End of The Party' en la que no salía bien parado. Algunos de sus colegas de partido afirman que tiene un carácter "irascible" y le acusaban incluso de haberles lanzado cosas en un ataque de ira.

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Brown es ejemplo de muchas cosas buenas y malas. Es una persona con un carácter de superación increíble y un afán de supervivencia que pocos políticos tienen. En el último año ha sobrevivido a tres intentos de rebelión entre los suyos. El cuarto ya se está preparando y todo dependerá de los resultados electorales.

Pero en su contra pesa el ser un adicto al trabajo, al que le cuesta delegar responsabilidad y que encaja muy mal los fracasos. Estas cosas le provocan los males que muchos le achacan: tendencia al aislamiento y falta de contacto con la realidad.

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La etapa más importante de su vida política ha girado en torno a la economía. Con los laboristas aún en la oposición hace más de 13 años, el fallecido líder, John Smith, le nombró 'shadow chancellor', responsable del partido en materia financiera. La aparición de Tony Blair y su llegada al poder en 1997 le llevó al ministerio de Economía.  Y desde entonces ha permanecido en el Gobierno.

En 2007, Blair, presionado por las críticas a la participación de Reino Unido en la guerra de Irak, abandonó Downing Street. Se abrió entonces la primera batalla por la sucesión que ganó Brown más por insistencia que por simpatía del ex primer ministro. Éste veía en el hoy titular de Exteriores, David Milliband, el candidato perfecto para la continuidad del Nuevo Laborismo.

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En escasas semanas como primer ministro, este escocés de 59 años catapultó al partido, que estaba hundido en las encuestas y con la opinión pública en contra. Lo volvió a llevar al lugar que había ocupado desde hacía tres legislaturas y le dio aire nuevo. Pero los inicios no fueron más que un espejismo. De hecho, flores es lo que menos le han llovido.

Con los sondeos a favor y una marea de apoyos tanto dentro como fuera del partido, decidió que lo mejor era convocar elecciones. Entonces encargó a Alistair Darling, el actual ministro de Economía, que preparara el programa laborista. Un día antes de hacer el anuncio ante los medios y cuando ya había convocado a toda la prensa, Brown supo que los tories pensaban introducir el impuesto de sucesiones  en su programa. Ahí acabó todo.

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Tal y como cuenta Rawnsley en su libro, Brown presionó a Darling para que también lo incluyera. No había tiempo: el programa estaba en las imprentas. Brown se echó atrás y pensó que sin esa tasa perdería las elecciones. Paró el proceso electoral y quedó en ridículo.

El momento político tampoco ayudó. Llegó la crisis económica y pese a que tanto él como Darling se erigieron en actores principales en Bruselas dictando la receta de la recuperación del sistema financiero, el Reino Unido no salió de la recesión hasta el mes pasado y la tasa de paro no dejó de crecer.

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Por si le faltaba algo, en mayo del año pasado, el diario The Daily Telegraph publicó con todo lujo de detalles las cuentas de gastos de los parlamentarios. Fue una bomba cuya onda expansiva alcanzó a cinco de sus ministros, incluido el propio Darling. Siete miembros del Gobierno dimitieron. Se cuestionó el liderazgo de Brown y le llegó la primera rebelión, mitigada sólo por la cercanía de las elecciones al Parlamento Europeo.

Los laboristas cosecharon el peor resultado electoral en 30 años y los detractores de Brown montaron la segunda revuelta. Cuando parecía que iba a ser despedido, el primer ministro volvió a renacer con un discurso en Westminster ante los suyos que será recordado como el "mejor de su vida". Así lo denominó el ministro de Empresa, Peter Mandelson.

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El caso es que Brown se salvó otra vez y se fue de vacaciones en verano pensando que la vuelta sería más tranquila. Nada más lejos de la realidad. En otoño llegó el tercer intento de magnicidio. El paro sobrepasó los dos millones, el déficit público había alcanzado los 168.000 millones de libras y las encuestas seguían enterrando cualquier opción de conseguir gobernar por cuarta vez consecutiva.

Brown obtuvo una tercera oportunidad, pero el panorama no ha mejorado. Su discurso no cala en la gente de a pie, harta de que les vendan el laborismo como  la panacea a todos sus males. Continuamente ridiculizado por David Cameron y habiendo perdido los dos debates televisados hasta el momento, Brown está tercero en las encuestas y su única posibilidad de salvarse será pactar un Gobierno de coalición con los Liberal Demócratas.

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Brown nació y se crió en Escocia en el seno de una familia religiosa, su padre era pastor. Estudió en un colegio de Kirkcaldy y llegó a la universidad de Edimburgo con tan sólo 15 años. Un año antes perdió la visión de un ojo jugando al fútbol. Pero en 1972 se convirtió en el rector más joven de ese centro.

En 1983 llegó al Parlamento tras ganarse un sitio en la localidad de Dunfermline East y de ahí pasaron 14 años hasta que entró en el Gobierno. Lleva casado desde el año 2000 con su mujer, Sarah, tiene dos hijos y, como su máximo rival político, David Cameron, perdió uno.

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