Este artículo se publicó hace 15 años.
El libro de latín
Nada habría ocurrido si mi madre no me hubiera mandado subir al camarote a buscar una de esas ollas exprés que, de tanto en tanto, consigue que le regalen en la caja de ahorros. No la encontré de inmediato el camarote es más grande de lo que parece a primera vista, y al abrir uno de los armarios casi se me cayó encima una caja que, por el ruido que hizo al golpear el suelo, no podía contener más que libros. Antes de devolverla al armario, se me ocurrió entreabrirla, y me di cuenta que eran cosas de la época del instituto, apuntes y libros de texto. Y encima de todo, lo primero, estaba el libro de latín de segundo de BUP, editorial Edelvives: enseguida lo reconocí, aunque el forro de plástico que lo cubría había perdido transparencia con los años y apenas dejaba ver la fotografía de la portada. No sé por qué decidí sacarlo de allí y echarle un vistazo. A medida que pasaba las hojas me fui acordando: las declinaciones, el verbo, los pasajes de La guerra de las Galias. Lo que me sorprendió, aunque en seguida recordé aquello también, fue la cantidad de veces que aparecía escrito, en los márgenes del libro, un nombre: Itziar.
Casi no había una sola página en la que no estuviera presente, casi siempre repetido seis, siete u ocho veces, en mayúscula o en minúscula, con bolígrafos de diferentes colores aunque dominaba el azul bic, y con todas las variaciones caligráficas de las que yo era capaz en aquellos años. Itziar. Itziar. Itziar. No encontré ni un solo corazón partido por una flecha, ni ningún otro signo convencional de amor: ya entonces había decidido que jamás sería un romántico al uso. Solamente su nombre repetido sin cesar, como un mantra gráfico e infinito. Mantra que no me sirvió de nada: Itziar nunca supo de mi obsesión hacia ella, aunque se sentaba dos pupitres delante de mí. No hice ningún gesto para que se enterara, más allá de aquellas prácticas de pensamiento mágico en los márgenes de un libro de latín. Porque, además y de eso también me acordé inmediatamente, limité mis inscripciones compulsivas a aquel único libro, como enseguida comprobé echando una ojeada a los otros libros de aquel curso: el de literatura española, el de matemáticas, el de física. No sé por qué. Puede que entonces tampoco lo supiera.
Tampoco sé por qué hice lo que hice a continuación; ya estaba sentado en el suelo y casi me había olvidado de la olla de mi madre. Saqué el bolígrafo que siempre llevo en el bolsillo de mi camisa, y en uno de los márgenes menos garabateados del libro, escribí una sola vez "Itziar". Comprobé con relativo asombro que mi letra seguía siendo la misma que la de casi 30 años antes. Luego metí los libros en la caja, y los devolví al armario. Acabé por encontrar las ollas, y le bajé una a mi madre.
Saqué el bolígrafo que siempre llevo en el bolsillo de mi camisa, y en uno de los márgenes menos garabateados del libro, escribí una sola vez "Itziar" (...)Aquella misma tarde, en el Eroski del barrio, vi a Itziar. Digo vi, y no me encontré, porque ni siquiera se me ocurrió acercarme a saludarla; no creo que ella advirtiera mi presencia. Apenas podía creérmelo: no la había visto desde que terminamos el instituto y ni siquiera sabía si seguía viviendo en la ciudad. No es que estuviera igual que entonces: el tiempo había hecho su labor igual que con todos nosotros, claro está, pero la reconocí enseguida.
Aunque la razón me decía que aquello no podía ser más que una casualidad, por la noche, después de haber acostado a mi madre, subí al camarote y recuperé el libro de latín. Ya en la mesa de mi cuarto la misma en la que había hecho mis deberes escolares durante tantos años, lo abrí y, sin pensármelo dos veces, volví a escribir "Itziar". Luego me acosté, pero no logré dormir más de dos horas seguidas.
A la mañana siguiente entré, como todos los días a las nueve y media, en la panadería de la esquina, y allí estaba Itziar, comprando unos cruasanes recién hechos. Esta vez no tuve más remedio que saludarla, porque ella también me reconoció. La conversación fue un compendio de lugares comunes, y absolutamente insufrible. Lo único que me interesó fue saber que vivía al otro lado de la ciudad, y que había venido por primera vez a esta panadería porque le habían dicho que hacían una bollería buenísima. No le pregunté nada sobre su presencia, el día anterior, en el supermercado.
Había empezado a comprender: escribir el nombre de Itziar en los márgenes de aquel libro no me había procurado su amor, pero estaba claro que servía para convocarla a mi presencia, por muy lejos que estuviera; era natural que no me hubiera dado cuenta de ello en los tiempos del instituto, pues la veía en clase todos los días. Sólo me quedaba comprobar si aquel extraño poder residía en el libro o en mi escritura, y si cabía la posibilidad de que llegara a otras personas que no fueran mi antigua compañera de clase. Los resultados de mis experimentos no me dejaron lugar a dudas: sólo escribir en los márgenes de aquel libro hacía posible el suceso. Y, sí, otras personas podían ser atraídas, además de Itziar: durante los siguientes días me encontré con un primo mío al que no veía hacía años, recién llegado de Caracas en viaje-sorpresa; mi antiguo compañero de cuarto en la residencia universitaria, que ocupa una cátedra de física en Barcelona, apareció como por arte de ensalmo en un bar que no solíamos frecuentar ni él, cuando venía a la ciudad, ni yo; la tía Amparito, que estaba peleada con mi madre desde lo del abuelo, vino a hacernos una visita, con flores y todo.
¿Casualidades? Podría pensar en una casualidad si hubiera ocurrido un par de veces. Pero cuando una pauta se repite es imposible creer en casualidades. Ha de haber algo más. Ya veo que vas comprendiendo aunque no estés demasiado convencida aún. Ya sé, ya sé, me lo has dicho antes: has vuelto a la ciudad para hacer un papeleo en el Registro Civil, algo imprescindible, relacionado con Maddi, ¿verdad? Sí, me imagino que ya no la reconocería, tiene que haber crecido mucho en todos estos años, seguro.
No, no, eso es lo que tú te crees, Elena, que has venido aquí porque lo has decidido tú: lo cierto es que he escrito tu nombre, como el de todas esas otras personas, en el libro de latín. Compruébalo tú misma: ahí estás, debajo de ese "Itziar". Y el caso es que nos hemos topado aquí. Sí. Sí. Gracias. Yo también me encuentro más "calmado", de alguna manera. Pero, por favor, deja que termine de contártelo todo. Porque al principio te he mentido: no es verdad que te haya perdonado por abandonarme y haberte llevado a mi hija. En todos estos años ni un solo día te he perdonado. Pero no tenía idea de dónde estabas. Hasta hoy.
Pero es que además no sabes lo mejor. Qué es lo que ocurre cuando tachas un nombre del libro de latín. Eso también lo averigüé sin querer, como quien dice. No, porque no ver a una persona concreta es lo normal, es lo que ocurre cuando no escribes nada en el libro. Pero si borras un nombre que ya está escrito, o lo tachas Vale, vale, Elena, lo comprobarás muy pronto tú misma. E incluso podrás contármelo algún día, si es que decido volver a escribir tu nombre en el libro.
Sí, sí, vete si quieres, que ya me ocupo yo de pagar los cafés. Ya me ocupo yo de todo.
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