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Lluvia de cohetes sobre la estepa

El 70% de los lanzamientos espaciales salen del cosmódromo de Baikonur (Kazajistán) arrojando desechos y combustibles radioactivos

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Cerca del 70% de los cohetes encargados de llevar al espacio satélites, observatorios científicos y otros artefactos salen del cosmódromo de Baikonur, en Kazajistán, la base más antigua de lanzamiento espacial del mundo, que está gestionada por la agencia rusa Roscosmos. Alrededor de este Cabo Cañaveral de las estepas asiáticas se extiende una constelación de estados que aparecieron en los mapas tras la desintegración del imperio soviético y que, a día de hoy, todavía no han sido reconocidos como tales por la comunidad internacional. Regiones como Transnistria, Abjasia o Nagorno-Karabaj son, en realidad, naciones-satélite de la gran madre Moscú y sufren, en buena parte, las consecuencias de su proximidad de Baikonur.

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La ubicación de esta zona la ha convertido en protagonista indirecta de gran parte de la actividad espacial mundial, puesto que, para la mayoría de las agencias, enviar al espacio un satélite desde Kazajistán es mucho más rentable que hacerlo desde cualquier otra base de lanzamiento del planeta. Este puerto espacial, que tiene el tamaño de Moldavia, ha conseguido lanzar con éxito importantes proyectos al espacio. Sin embargo, también ha contribuido a cubrir la estepa de basura espacial.

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Las lanzaderas rusas regresan al suelo en caída libre, en lugar de al océano

Una vez han colocado en órbita un vehículo espacial, las lanzaderas rusas regresan al suelo en caída libre, en lugar de precipitarse al océano como ocurre con los cohetes estadounidenses y europeos. El impacto violento con la superficie terrestre los convierte en desechos espaciales destinados a dispersar elementos radioactivos y combustible de propulsión que los transbordadores no acaban de quemar durante el despegue, contaminando inevitablemente aquellas áreas habitadas que yacen a lo largo del camino de vuelo de los cohetes.

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Roscosmos y las autoridades de la región de Siberia del sur, donde cae la mayor parte de la basura, han acordado una franja de terreno sobre la cual deben caer los restos de las lanzaderas, de manera que sólo aquellos que viven fuera de la zona establecida tienen derecho a un resarcimiento a causa de los daños provocados por los lanzamientos. Sin embargo, es frecuente que los escombros se desparramen más allá del área prevista, obligando a los siberianos a convivir con el temor constante de ver el tejado de sus casas desplomarse a causa de uno de estos fragmentos en llamas y no poder evitar que aquellas sustancias nocivas contaminen sus cultivos.

Desde el comienzo de la carrera espacial, los territorios de las repúblicas de Altái, Jakasia y Tuvá se han convertido en un auténtico vertedero al aire libre. Los ecologistas calculan que solamente en Altái se han acumulado más de 2.000 toneladas de herraje espacial, cubriendo casi la cuarta parte de su superficie.

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En 2007, por ejemplo, un cohete ruso Protón se estrelló en una zona desierta a unos 50 kilómetros de Zhezkazgán, otra ciudad kazaja, a los dos minutos del lanzamiento. Rusia pagó al país más de dos millones de dólares, admitiendo que el misil había sido cargado con niveles superiores a lo permitido de UDMH (unsymmetrical dimethyl hydrazine, por sus siglas en inglés), un combustible tóxico empleado sobre todo por los cohetes de fabricación rusa y china.

"Los combustibles para uso espacial son sustancias potencialmente cancerígenas, inflamables y explosivas. Pueden producir irritación en la piel, ojos y el aparato respiratorio", explica Ferrán Valencia Bel, ingeniero del departamento de Propulsión Química en ESTEC-ESA de Noordwijk (Holanda).

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Los niños de áreas contaminadas presentan el doble de enfermedades

Ya en 2005 un editorial de la revista científica Nature advertía sobre los peligros representados por este tipo de carburante. Según Sergey Zykov, del Centro Estatal de Investigación de Virología y Biotecnología de Novosibirsk, en Siberia, cada lanzamiento dispersa decenas de litros de UMDH sobre varios kilómetros cuadrados de superficie. A partir de datos epidemiológicos recogidos entre los años 1998 y 2000, su grupo de investigación demostró que niños procedentes de áreas contaminadas presentaban el doble de enfermedades que los que vivían en otras áreas cercanas no contaminadas. Según la Federación de Científicos Estadounidenses, "el problema es monumental".

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La lluvia de cohetes, no obstante, sigue azotando la estepa asiática. El último fragmento metálico (de unos 120 centímetros de largo) cayó el pasado 8 de mayo sobre el techo de una casa en la localidad de Zonalni, en Altái, tras el lanzamiento de un cohete para llevar al carguero Progress M-02M a la Estación Espacial Internacional.

Aun así, lo más curioso es que, los días en que los cohetes parten del cosmódromo son momentos de fiesta para algunos de los habitantes de aquellas regiones. Niños y adultos impacientes esperan ver un nuevo misil surcar el cielo, y no lo hacen tan sólo para disfrutar de este espectáculo de la tecnología moderna.

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Transcurridos los primeros minutos del lanzamiento, una legión de cazadores de naves espaciales emprende una carrera desenfrenada, a bordo de furgonetas oxidadas, para acaparar los restos de dichas lanzaderas. Cuando llegan al lugar donde han caído, comienzan a romper (con todo tipo de instrumentos contundentes) los huesos de las carcasas metálicas.

Oxígeno, hidrógeno, baterías y componentes eléctricos sólo son algunos de los elementos dañinos aún contenidos en aquellas futuras ruinas que, sin embargo, pueden hacer la fortuna de esos chatarreros del siglo XXI. Aluminio, acero y, sobre todo, titanio recuperados de los despojos espaciales representan para ellos verdaderos tesoros caídos del cielo. Su venta en los mercados de piezas usadas es el único recurso capaz de alimentar familias enteras durante meses. Por otro lado, dada la escasez de materias primas, allí esos metales son vitales para construir utensilios en una sociedad basada en la agricultura y el ganado.

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