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Nitrógeno líquido, turistas y caipiriña

OSCAR ABOU-KASSEM

En El Bulli hay una cuenta que lleva un año sin ser pagada. La espantada que aquí protagonizó un conocido gourmet fue el misterio del verano. En El Bulli todavía no se han olvidado de Pascal Henry, al que se llegó a dar por muerto y que estuvo dos meses desaparecido.

Llegar a El Bulli no resulta nada fácil. No está en el centro de Roses y la carretera es de pastillas contra el mareo para disfrutar de las vistas del parque natural y el olor a mar. Ya en El Bulli no hay quien aparque si no tienes reserva, así que sigo hasta la cala.

Los turistas suben de la playa para hacerse fotos en bikini junto al cartel. A los cinco minutos uno se da cuenta de que todas las fotos son iguales. Debajo de El Bulli está la cala de Montjoi. El agua está llena de barcos que fondean a escasos metros de la arena. Un desembarco constante de piraguas y kayak arruinan cualquier proyecto de relax junto al mar.

El submarinismo es el servicio estrella para los visitantes. Se confirma que ninguna figura se ve favorecida por el neopreno. Es plena temporada alta pero aquí no hay problemas para reservar.

Un grupo de ocho buggies hace una parada en la entrada del restaurante. Los conductores, casi todos franceses, llegan llenos de polvo de las rutas del parque natural. Un guía, con micrófono a lo Madonna, les habla de Ferran Adriá.

Es mediodía y no abren hasta la cena. Después de un camino tan largo apetece entrar. Tengo que ver el menú, aunque me haya puesto a dieta. Hay que intentarlo por la parte de atrás del restaurante. Un pescadero ofrece cobertura. Lleva cuatro kilos de pepinos de mar (a 98 euros el kilo oiga) y otros cuatro de orejas de mar (a 94 el kilo).

En la puerta de servicio se agolpan seis bombonas de 220 litros de nitrógeno líquido. Alguien le está dando salida a ritmo de elixir. Entre las bombonas van pasando los 45 empleados. 45 personas para 50 clientes. Todo parece desproporcionado aquí.

Es pronto y Eduard Xatruch puede dar la bienvenida con calma. Es uno de los tres jefes de cocina. Joven, delgado y sin una mancha en el mandil que lleva su nombre. Ya que no hay mesas prefiero evitar la envidia. Son 35 platos. Me conformo con saber cómo empieza y cómo acaba. El primero es un cóctel de cañas de azúcar, mojito y caipiriña. El último, una degustación de 22 tipos de chocolate.

Más disgustado está el jefe de sala. A Lluís García no le gusta que le pregunten por el simpa que se marcó Henry. Me queda claro que el dinero no es lo primero. Dice que todavía está esperando a que el suizo les llame y les dé señales de vida. Que esté tranquilo que no piensan reclamarle los 300 euros de la cena.

Bajando la Costa Brava con el estómago vacío aparece Empuriabrava, un proyecto faraónico venido a menos. Las inmobiliarias francesas y alemanas venden el producto como la Venecia española. Alguien debió pensar que adaptar el modelo de canales de Miami al sistema de explotación turística española generaría un potosí. Los únicos que prosperan ahora son los mosquitos.

Los empresarios locales añoran los viejos tiempos. Cuando Onassis llegaba con su yate, el Christina, o cuando entre los propietarios se encontraba Elton John. Ahora los metros de eslora se amontonan en los megaconcesionarios de la entrada del conjunto de canales. En todas las calles hay anuncios de venta. Y los visitantes se pasean pero apenas consumen.

Arturo, dueño del café del puerto sabe quién tiene la culpa: los negros y los moros. La venta ambulante está prohibida en toda la zona, pero Arturo que sería de los favoritos en un certamen a hostelero más fascista de España le tienen harto. Ellos y los catalanes, que según este navarro quieren más a los inmigrantes que a los españoles. El negocio ha bajado un 40%. A sus 59 años Arturo lo ve todo negro. Tanto que teme que los españoles como él tengan que volver a emigrar a Francia.

 

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