Este artículo se publicó hace 15 años.
No atrapa, penetra
Herta Müller ha ganado el premio Nobel de Literatura, y no hay cosa que me guste más que poder decirle a todos mis amigos: "Léela, ¡te va a encantar!".
Porque sus textos son impactantes, profundos, poéticos. Sorprendentes. Sus textos no son de los que atrapan, sino que penetran, se posan suavemente bajo la piel. Imágenes: un padre en su ataúd en medio de la habitación. Un cinturón, una ventana, una nuez y una soga. La nieve. Textos que sacuden como sacuden los sueños, esos que se sabe que son más verdaderos que la vida despierta.
Porque se lo merece. Porque una de las cosas más duras que le puede pasar a una persona es tener que marcharse de su país, al que ama, porque allí no puede hablar, ni escribir, ni pensar, ni respirar. Un país en el que, como dice en su novela La bestia del corazón (Mondadori, 1997) las personas "se convierten en un error para sí mismas". En el que las personas que hablan un idioma diferente, el alemán, son perseguidas. Tener que irse a otro país en el que no se puede escapar de las miradas curiosas y de los susurros que dicen "extranjera".
Pero Herta Müller no es una escritora "que encanta". Sus cuentos y novelas no son el tipo de libros con los que una se acurruca en el sofá en una plácida tarde de lectura. Hay que acercarse a ella a corazón abierto, dispuesta a sumergirse en un mundo obsesivo y triste, de persecuciones, silencios y asfixia, del que a veces, demasiadas veces, parece que la única escapatoria es la muerte.
Pero no lo es, y es por eso por lo que hay que leer sus libros. No porque nos van a encantar. Hay que leer sus libros porque, hoy, los necesitamos.
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