Este artículo se publicó hace 17 años.
'Papá' está con nosotros
La piedra donde combatió Guevara hasta el final ahora tiene una inscripción en pintura roja: “Che Vive”.
Son las tres de la tarde y el combate continúa del otro lado de la cañada, pero a unos buenos 1.000 metros de donde estaba el Che ya prisionero. Los soldados están muy nerviosos. Guevara no tiene fuerzas y su pierna sangra. Quiere tirarse al suelo.
Uno de los boinas verdes se lo impide y lo ataca a culatazos. En ese momento, escuchan un ruido. Apuntan hacia los matorrales y aparece por detrás de una piedra otro guerrillero desarmado. Es Willy. Junto a él hay dos mochilas, una es la suya, la otra la del Che. Uno de los rangers llega con un viejo equipo de radio PRC-10, se comunica con el capitán Gary Prado. “Papá está con nosotros”, dice refiriéndose al Che. “Y tenemos otro sapo”.
El capitán no lo puede creer y pide confirmación dos veces. Ordena que todos los soldados lo rodeen y no lo pierdan de vista ni un segundo. Llama a La Higuera al subteniente Tutti Aguilera que operaba el equipo GRC-9 para que transmitiera la noticia al coronel Joaquín Zenteno Anaya que estaba en Vallegrande. Hay euforia entre los mandos militares y muchas llamadas para determinar si el Che debe seguir vivo o tiene que morir.Comienza el largo y tortuoso camino por el sendero que ahora recorremos.
40 años después poco y nada ha cambiado del lugar. Hay unas vacas de un campesino que arrienda esa tierra para el pastoreo y los animales aparecen y desaparecen por entre los espinos. En algunos tramos alguien se preocupó de poner algunas piedras grandes para poder apoyar mejor el pie. Pero, en esencia, el camino sigue siendo tan tortuoso como entonces. La piedra donde combatió Guevara hasta el final ahora tiene una inscripción en pintura roja: “Che Vive”. Alrededor hay unas cuantas plantas de higos y una de chirimoyas que plantó Don Florencio. El riacho de la quebrada sigue llevando agua de deshielos, lluvia y rocío.
El terreno arado de la plantación de papas de unos 150 metros de largo por 30 o 40 de ancho sigue produciendo como entonces y los surcos llegan hasta el borde de las piedras. “Acá era así, como usted lo ve. Y por muchos años no vino nadies. Recién ahora se aparecen los gringos, y muy de vez en cuando”, cuenta Don Florencio bajo el sol arrasador del mediodía.Al Che lo llevaban entre dos soldados que se turnaban para ayudarlo a subir con su pierna izquierda herida. Iba con las manos atadas adelante con un cinturón de cuero. Willy caminaba detrás. Dos campesinos llevaban los cadáveres de Arturo y Antonio colgados de un palo como si fueran bestias recién cazadas.
Pacho murió desangrado por el camino. Ya casi no había luz cuando cruzaron por la vertiente de agua dulce y fresca que desemboca en la salida al camino hacia La Higuera. Llegaron al poblado, un caserío de unas 30 casuchas de adobe, cuando ya eran pasadas las ocho. La gente se asomaba con cautela. “Teníamos un miedo tremendo”, recuerda Irma Rosado, la dueña del almacén Estrella Roja y que para entonces vivía en una casa de la entrada al pueblo y vio pasar a ese hombre “de pelo largo, una barba enorme, sucio, que arrastraba los pies... Nosotros nunca habíamos visto a alguien así”.
Lo llevaron hasta el único “edificio público” del lugar, la escuela que era una tapera de adobe y techos de paja que hace unos diez años fue reconstruida totalmente en cemento, pero que aún tiene una casita al lado hecha de barro y con la que se puede comparar perfectamente cómo era todo en ese 8 de octubre del 67. Era un espacio de unos 10 metros de largo por tres o cuatro de ancho, dividido en dos por un tabique. En una de las aulas pusieron al Che. En la otra a Willy y los cadáveres de los dos guerrilleros muertos. Ya estaban ahí el coronel Andrés Selich y el mayor Miguel Ayoroa que habían venido desde Vallegrande para hacerse cargo de la situación.
Los militares estaban muy temerosos. No sabían cuántos guerrilleros podría haber en la zona y tenían miedo de que intentaran un rescate.Para entonces, el Che parecía más recuperado. Le habían curado la herida del pie y le habían dado unas aspirinas para mitigar el dolor. “Tenía una actitud altanera. Miraba a todos a los ojos con una mirada penetrante”, recuerda Eduardo Galindo Grandchand, que entonces tenía 23 años y era un soldado que participó del combate del Churo y fue testigo directo de todo lo ocurrido. A partir de ese momento, una larga sucesión de militares y hasta algunos lugareños entran al salón para ver al Che. Los primeros son Selich y Ayoroa que intentan un interrogatorio. El Che los mira con desprecio y no responde. Le muestran el cuaderno y la agenda donde escribió el diario de la guerrilla e intentan saber cuántos guerrilleros quedan en los cerros. El Che les habla de las condiciones de los campesinos bolivianos que fue viendo en sus once meses de recorrer esos cerros.
En un momento Selich lo agarra de la barba y le golpea. El Che le escupe. Los oficiales no dicen nada del resto de las pertenencias que encuentran en el bolso de cuero que llevaba colgado ni en su mochila. El Che tenía cuatro relojes Rolex, dos suyos y dos de compañeros muertos a quienes les había prometido que los entregaría a sus familias, una pistola alemana calibre 45, una daga Solingen, dos pipas y dinero: 2.500 dólares y unos 20.000 pesos bolivianos. Se lo reparten entre ellos y otros dos oficiales. Un soldado que vio todo reclama su parte. Le dan unos pocos pesos bolivianos.
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