Este artículo se publicó hace 13 años.
Los partidos son políticos
Hace tiempo me contaron una anécdota ocurrida en una agrupación socialista a comienzos de los años noventa. Al parecer había que votar una resolución y la agrupación se hallaba dividida en dos posiciones irreconciliables. Antes de iniciar la votación se planteó que hubiera intervenciones a favor y en contra de la decisión que había que votar. Un miembro de la agrupación pidió la palabra e hizo la siguiente propuesta: "Compañeras y compañeros, las intervenciones previas sólo van a servir para politizar la votación, así que propongo que las eliminemos y que votemos directamente". Evidentemente, el compañero estaba ironizando, que es la manera más amable de hacer una crítica.
Lo cierto es que, a pesar de que los partidos tienen que tomar decisiones políticas, es decir, decisiones que por su naturaleza son controvertidas, hay muchas personas en los partidos y fuera de ellos que consideran que la discrepancia y el debate en el seno de las organizaciones políticas son algo malo. En 2009, el Centro de Investigaciones Sociológicas hizo la siguiente pregunta: "Me gustaría que me dijese, por favor, ¿con cuál de estas opiniones está usted más de acuerdo?:
a) Dentro de los partidos debería haber una mayor unidad y menor división de opiniones; b) En los partidos lo que hay es demasiada unanimidad y muy poco debate interno". Un 43% de los entrevistados estaba a favor de la primera opción y un 39% a favor de la segunda. Sobre este asunto, la sociedad española está dividida en dos mitades casi iguales, aunque ambas mitades no son homogéneas.
La opinión de las personas sobre la libertad dentro de los partidos tiene que ver con su nivel educativo y con su ideología. Según esa misma encuesta, cuanto más de izquierdas son y más estudios tienen los entrevistados, más partidarios son del debate; y cuanto más de derechas son y menos estudios tienen, más contrarios son a la deliberación interna.
Tradicionalmente, la izquierda ha desconfiado de las llamadas a la unidad de la nación. Cuando las élites de un país piden a sus ciudadanos que olviden aquello que los divide, le están pidiendo el olvido a los menos favorecidos por el orden social: a los dominados y a los explotados. La izquierda sabe que cegar el debate sin resolver sus causas es como
cerrar una herida sin desinfectarla, sólo empeora las cosas. Si las élites de un país quieren que la gente se olvide de las injusticias sociales, el mejor modo de conseguirlo es que esas mismas élites se pongan al frente de las reformas para acabar con dichas injusticias en lugar de acallar las voces de protesta con llamamientos a un patriotismo espurio.
Lo que no encaja es que una incierta izquierda invoque para el interior de los partidos lo mismo que una cierta derecha invoca para el país, lo que no encaja es que los mismos que desconfían con razón de la retórica del patriotismo de la nación, allanen sus facultades críticas ante la retórica del patriotismo de partido. Cuando lo razonable, en la nación y el partido, es el patriotismo de la libertad, ya que nación y partido son dos realidades políticas. El que dice que todos los ciudadanos de un país son como una familia es que no ha tenido mucha suerte con la suya. Las relaciones entre empresarios y trabajadores, entre directivos y empleados, entre los dueños de las terrazas de los bares y los vecinos, no son las que uno tiene con su madre precisamente. Cualquiera que haya militado en un partido, de izquierdas o de derechas, sabe que es una asociación política de ciudadanos, en muchos casos con valores por encima de la media, pero que es una asociación política. El bueno de Maquiavelo fue el primero en verlo a la manera de los modernos: la política consiste en que unos quieren dominar y otros no quieren ser oprimidos. Lo que no encaja es la contradicción entre la lucidez de la izquierda para ver el cinismo de aquella frase de Franco a sus ministros ("haga como yo y no se meta en política") y la extraordinaria miopía de parte de la misma para ver que cuando un dirigente dice que no debemos entretenernos mucho en los asuntos internos, nos está pidiendo que le dejemos los asuntos a él para que se entretenga solo.
Los partidos políticos son políticos también por dentro. Eso exige que su arquitectura institucional sea respetuosa con las libertades de sus miembros, y que no se les exija más sumisión que la debida a las normas democráticas que los regulan; y que si los dirigentes o los aspirantes a serlo piden a los afiliados que, en pos de los intereses generales del partido, renuncien a sus derechos a debatir y a elegir y ser elegidos, sean muy cuidadosos, no sea que inadvertidamente hayan confundido el interés general del partido con el suyo particular.
Con todo, ninguna arquitectura organizativa, ningún método de elección, ningún sistema de control y contrapeso nos libera de la necesidad de jugárnosla personalmente para defender nuestra propia libertad como ciudadanos también dentro de los partidos. Nada nos libera de asumir el riesgo que se corre al defender la antigua libertad republicana de quien se somete a la norma, pero no al capricho arbitrario de otro; por mucho que ese otro invoque con grandes palabras el silencio de todos, no sea que mejores voces y más creíbles arruinen su discurso. El silencio no hace más fuertes a los partidos, sino más irrelevantes, y también vuelve irrelevantes a sus líderes. Ningunos estatutos, por bien hechos que estén, pueden suplir la virtud cívica de los militantes de un partido; al final hace falta el valor y la generosidad de cada uno. No son sólo las ideas, también son las personas que las encarnan.
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