Este artículo se publicó hace 13 años.
Las piedras griegas
En los años 70, la toma del control del recurso natural del petróleo por parte de los recién nacidos Estados Árabes, inundados de golpe con ingentes cantidades de dólares y con unas estructuras financieras inexistentes, acabó desencadenando una burbuja financiera. Los Estados Árabes, cargados de billetes bautizados como petrodólares, acudieron al mercado londinense en busca de un destino rentable a su recién adquirida fortuna. Pero la tan famosa City no era por aquel entonces ni sombra de lo que hoy es.
La situación económica internacional no estaba tampoco para tirar cohetes, sumida en la dura crisis que generó la escalada en los precios del petróleo una vez que sus propietarios decidieron ejercer su derecho a cobrar precios justos por él. Así que en Londres se las veían y deseaban para encontrar un destino a tal volumen de dinero que diera la rentabilidad que exigían sus nuevos clientes.
La solución fue prestárselo a terceros estados, los llamados países en vías de desarrollo, en especial los suramericanos. Se les llamó eurodólares, y se suponía que iban a financiar su modernización política y socioeconómica. Un desarrollo que a su vez crearía la capacidad de generar los ingresos necesarios para que hiciesen frente al pago de la deuda cuando llegase el día de pasar por la caja de los bancos acreedores. Aún así, por si acaso, la mayor parte del dinero se destinó a aquellos países que tenían recursos naturales capaces de avalarlo: México y Venezuela, también productores de petróleo.
En el frenesí generado por unos petrodólares que no dejaban de llegar, la euforia y la avaricia no tardaron en aparecer para transformarlos en eurodólares a la misma velocidad. Ningún banco acreedor, deseosos todos de seguir sorprendiendo a sus accionistas, se paró a comprobar la veracidad de los activos que avalaban esos créditos, o si con ellos se estaba construyendo el prometido desarrollo de los países deudores. No había tiempo para eso.
Sin previo aviso, un luminoso fin de semana del verano de 1982, un empleado interrumpió la partida de golf del entonces presidente de la Reserva Federal estadounidense, Paul Volcker, para comunicarle que el presidente mexicano, López Portillo, acababa de hacerles saber que ese lunes su país no haría honor a su palabra, que no acudiría a pagar la siguiente letra de los 80.000 millones de eurodólares que ya debía. Acababa de estallar la crisis de la deuda externa, que se extendió sin pausa de país en país.
¿Qué había sido del dinero prestado?, se preguntó Volcker. La respuesta que obtuvo fue doble: por un lado, con el petróleo necesario para obtener un solo crédito, México y Venezuela habían avalado préstamos de distintos bancos; por el otro, el dinero recibido lejos de quedarse en los países de destino había seguido su camino hasta cuentas corrientes de sus corruptos dirigentes en paraísos fiscales. Era irrecuperable. La estrategia que se adoptó tuvo tres fases. Primero se inyectó liquidez a los bancos para que no quebrasen. Después, las instituciones financieras internacionales públicas los liberaron de la losa quedándose ellas con la deuda a cambio de duros ajustes en las economías deudoras. Por último, ya a costa de los contribuyentes, condonaron un tercio de la deuda mediante quitas y alargaron décadas los plazos de devolución.
Ahora sustituyan el petróleo por vivienda, los créditos por hipotecas. Comprobarán que bancos y líderes corruptos quedan otra vez impunes, mientras los ciudadanos vuelven a pagar las facturas pendientes. No es que tropecemos una y otra vez en la misma piedra, es que una y otra vez nos la ponen en el camino.
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