Este artículo se publicó hace 17 años.
Piratas al servicio de Su Majestad
Las patentes de corso legalizaron la actividad de los desheredados del mar durante siglos
La historia de la piratería es tan antigua como la de la navegación. Desde que existe el comercio marítimo los ladrones del mar siempre han estado ahí. Ya en el año 78 a.C., Julio César tuvo que vérselas con los saqueadores cilicios que amargaban la existencia a las naves romanas que surcaban el Mediterráneo, y en el siglo VIII los vikingos se dedicaron sistemáticamente a asolar las costas europeas a bordo de los temibles drakkars, sus ligeras embarcaciones de velas rayadas. Pero la época dorada de la piratería no llegaría hasta mediados del siglo XVI. A partir de ese momento, el Caribe se convierte en el escenario donde el mito toma su forma.
Poco a poco, distintos grupos de desheredados del mar, desertores, aventureros, ex convictos y gente de todo tipo comenzaron a ver en los barcos españoles y portugueses que trasladaban grandes fortunas desde el Nuevo Mundo a Europa una posibilidad de cambiar su destino.También las potencias navales que rivalizaban con España y Portugal por el control marítimo de la zona –Inglaterra, Holanda y Francia fundamentalmente– vieron en la piratería una forma sencilla de entorpecer el tráfico de sus enemigos con las colonias y tratar así de socavar su hegemonía. Era el complemento perfecto a la actividad de sus flotas militares regulares. Comenzaron a contratar a estos grupos de saqueadores dando lugar a la figura del corsario.
Patente de corso
Los corsarios navegaban bajo el pabellón del país que les contrataba y se comprometían a causar el mayor daño posible en las posesiones y embarcaciones de las potencias rivales, respetando las que navegasen bajo su misma bandera.
La monarquía de turno les otorgaba una patente de corso o letter of marque que, en cierta forma, legalizaba su actividad, les aseguraba que no serían ahorcados por piratería y que tenían derecho a apropiarse de parte del botín de las naves expoliadas.
En muchos casos, el corsario terminó siendo considerado un héroe. Francis Drake es el ejemplo perfecto. Con tan solo 23 años, ya era capitán de un navío y viajó al Nuevo Mundo en busca de fortuna.
Auspiciado por la reina Isabel I de Inglaterra fue responsable de decenas de ataques a galeones y plazas españolas. Amasó en dos décadas una legendaria fortuna y, de regreso a Europa, aún atacó Cádiz en 1587 destruyendo 30 barcos que debían formar parte de la Armada Invencible.
La Reina personalmente le nombró vicealmirante y Sir. A mediados del siglo XVII, el tiempo de los corsarios se agota. Muchos de ellos dejan de respetar las limitaciones de navegar bajo bandera ajena y las potencias comienzan soterradamente a retirarles su apoyo. España pierde su posición de hegemonía en el Caribe y llega la hora de los bucaneros y filibusteros.
El discutible honor pirata
Los primeros bucaneros se asentaron en La Española donde, en un principio, se dedicaban al robo de ganado, cuya carne ahumaban. De hecho, su nombre proviene de esta forma de preparar la carne a la barbacoa o boucan. En 1620 fueron expulsados de allí, pero la mayoría logró llegar con vida a la cercana isla de La Tortuga.
Los nuevos pobladores de La Tortuga –que pasaron desde entonces a denominarse filibusteros– abrazaron sin reservas la piratería y se agruparon en una curiosa organización gremial; la Cofradía de los Hermanos de la Costa. No tenían leyes, ni deberes,ni pago de impuestos. Primaban por encima de todo la libertad y sólo respetaban dos normas: la prohibición de la propiedad individual –todo era de todos– y de llevar mujeres europeas a la isla.
Todos los miembros de la hermandad eran iguales y cada cierto tiempo elegían una especie de gobernador por votación universal. Hablaban una jerga casi ininteligible, un peculiar idioma formado por palabras españolas, inglesas, francesas y holandesas.
Bajo su propia bandera, la mítica Jolly Rogers, formada por una calavera y dos tibias cruzadas sobre fondo negro y que cada pirata adaptó a su propio estilo, navegaron hasta mediados del siglo XVIII los piratas más famosos de todos los tiempos: Edward Teach Barbanegra, el capitán Roberts o Calico Jack.
Pero también grandes capitanas, como Anne Bonny o Mary Read. Todos ellos forjaron la leyenda pseudoromántica de la vida pirata, ésa dela que el tiempo ha limado sus mayores asperezas, como la extrema crueldad de sus saqueos o los temibles castigos que infligían a sus enemigos, para quedarsecon lo mejor. En 1716, Inglaterra se lanzó a la campaña definitiva de exterminio de la piratería. Para 1730, ya eran historia.
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