Este artículo se publicó hace 15 años.
Primeros vislumbres de la eternidad
El hombre que al caer la noche se sabría muerto despertó con una sensación de alivio después de una dura vigilia. Semanas atrás, el enjambre del cáncer había intensificado el zumbido en sus células. Sin embargo, luego de la última madrugada, los dolores parecían concederle una tregua que le permitían, con la gracia de un eufemismo, sentirse vivo. Qué fácil estirar sus miembros bajo las mantas sin cargar con la sombra endeble de la enfermedad; por una sola vez quizá una última ocasión en su vida renunciaba a la sensación cotidiana de la rigidez, a la punzada inevitable y al requiebro. Primero movió los tobillos con un vaivén hasta ahora olvidado, luego los pies con sus dedos ajenos a cualquier atrofia, sus muslos y pantorrillas los sintió con fuerza, el vientre expandiéndose con naturalidad, el dorso flexible y una notoria distensión en la nuca y el cráneo.
Acostumbrado a los altibajos de su padecimiento se levantó con cautela, incrédulo ante la repentina sensación de calma muscular, para comprobar que sí, que ciertamente se sentía vivo. Desde que recibió el diagnóstico rechazó emplear cualquier concepto que no fuera estrictamente médico para referirse a su estado, pero justo al despertar tuvo la impresión de sentir una plenitud perdida tras el deterioro causado por el tratamiento, algo parecido a renacer. Así que decidió salir a tomar una bebida caliente acompañada de un croissant y a disfrutar de su recuperación momentánea.
Le agradó sentir a su espalda el perfil de una mujer que ilusoriamente podría estar acompañándole sin molestarse mutuamente
En la cafetería encontró a un viejo que le parecía familiar, pero no se atrevió a interrumpir su lectura, se conformó con la sola idea de la familiaridad y con alzarse ambos el ceño al coincidir por momentos con las miradas, como lo hacen dos extraños que se perciben próximos sin atinar el parentesco ni el azar que pudiera haberlos reunido en algún pasado. Por la edad podría ser el padre que nunca conoció, pero a quien había imaginado como un retrato que curiosamente calcaba las facciones de aquel viejo. Pero ¿sería su padre? Y si fuera cierto, ¿se conformaría en contemplarlo?, ¿cuántas veces había añorado una oportunidad como esta para decirle de golpe los reclamos y los deseos de una vida? Pero su padre había muerto en el 63, como tantas veces le dijo su madre. ¿Y si aquella maría lastimada le había echado cuentos para llenar un vacío que ella misma no soportaba? Siguió con su bebida, intentando perdonar al padre por la ausencia y a la madre por las mentiras. Luego fantaseó con mirarse así mismo envejecido, leyendo el diario una mañana cualquiera en los años venideros, con la gozosa calma de haber sobrevivido a la edad y al trabajo, pero ¿podría negar la imposibilidad de su porvenir? Entonces, apuró su taza, dejó un billete y se marchó.
El aire matutino le ayudó a despejar sus fantasías, devolviéndole la certidumbre de su alivio momentáneo. Caminaba con dubitación por la acera adoquinada sintiendo su sombra al margen. ¡Qué grato el aire del día con sus nubes deslizándose hacia el este! ¿Hace cuánto tiempo que no iba al mar? Y así, repentinamente como una pregunta, sintió el llamado que mueve a los niños a ir al mar en las primeras horas del verano. Recordó una playa posterior a la bahía que en esta época era poco frecuentada, y aunque requería caminar un tramo largo, ameritaba el esfuerzo.
Ah, la sal le alcanzó como un golpe de humo en sus pulmones, obligándolo a toser; luego, un muro de luz lo detuvo. Sólo era posible escuchar el desgañitarse de las gaviotas y la insistencia apacible del oleaje porque el sol ocultaba bajo la voracidad de su transparencia la lámina ondulante del mar. Recobró el aire y su vista se acostumbró de nuevo a la luz, se sacó los zapatos y sintió la arena fresquísima, fue directo a encontrase con el empuje del agua sin temerle a la sensación de frío. Extendió su mirada sin hallar a ningún bañista y sonrió por su fortuna premeditada.
Sin embargo, la soledad duró unos minutos. Una silueta abriéndose paso entre la bruma se hizo evidente. La mujer extendió su manto sobre la arena, sentándose a cierta proximidad. Primero le molestó la imprudencia de la mujer: acomodarse así como si nada con tanto espacio para ambos. Pero pronto le agradó sentir a su espalda el perfil de una mujer que ilusoriamente podría estar acompañándole sin molestarse mutuamente, como un matrimonio que sabe quererse en el silencio.
La mujer se levantó y caminó hacia él. Estuvieron un rato parados: ella dibujando círculos en la arena con su pie; él, con los brazos cogidos por detrás, con la mirada anclada en el horizonte.
¿Usted no me recuerda, verdad?
Disculpe, debe ser el sol.
En esta playa... éramos unos críos... ¿tan mal estuve?
El hombre la miró con una sonrisa recuperada de muchos años: con aquella mujer hizo el amor por primera vez.
¿Celia?
Y recordó el peso de aquel cuerpo sobre su pelvis, moviéndose despacio ante la torpeza de sus manos que no se decidían si tocarla o cubrirse el solazo para poder contemplar su vientre.
¿Nos sumergimos?
No traigo bañador.
Pero Celia ya se había desnudado y empezaba a huir convirtiéndose en una sombra. Aunque la recordaba algo robusta y ahora le veía delgada -acaso la edad la había menguado como a él-, sus hombros, sus piernas y sus senos conservaban su natural pericia.
¡Vamos, qué esperas! ¡Por los viejos tiempos!
Se desabotonó camisa y pantalón y fue tras ella casi con la misma ingenuidad de aquel verano. Los cuerpos se encontraron a mitad del agua y tropezaron: valía la pena morirse de frío, valía la pena volver a abrazar un cuerpo en el mar. Después de un rato volvieron a la arena y se sentaron desnudos compartiendo el manto de Celia y unas viandas que ella le ofreció.
Ninguno tenía prisa por dialogar, tampoco por tocarse. La tarde con sus ritmos y vislumbres parecía devolverles cierta plenitud. ¿Harían el amor de nuevo?, ¿se conformarían con la luz fatigada escurriéndoles en la piel?, ¿comenzarían a recoger sus cosas como una pareja acostumbrada a las manías y a los rituales del otro?, ¿se despedirían en el metro antes de volver a sus rutinas?, ¿irían a un hotel a consumar la coincidencia?
Yo también estuve enferma hace unos años.
Pero sobreviviste, tal vez yo no pueda hacerlo.
No sobreviví, por eso estoy aquí contigo.
El anochecer se anunciaba a sus espaldas, permanecieron callados porque no había nada que explicar. Terminaron de vestirse conservando la quietud que compartieron durante la jornada. Ella empezó a irse, desapareciendo en la bruma; él se calzó los zapatos y volvió por donde vino, intentando evadir sin lograrlo el peso de las palabras de Celia, la sensación del cuerpo de Celia en el agua, los años que transcurrieron entre los dos encuentros. La calle le parecía solitaria y absurda, la noche altísima. Llegó a casa, se duchó para quitarse los restos de la arena, bebió un vaso de leche para refrescarse, prendió la televisión para conciliar el sueño, fue a lavarse los dientes poniendo especial atención en sus movimientos, acomodó la ropa de cama y se acostó sin dolor alguno a dormir el más profundo sueño de su vida.
Relato: Diego José
Ciudad de México, 1973. Ha recibido los premios de poesía Carlos Pellicer (2000), Efraín Huerta (2002) y Enriqueta Ochoa (2006). Ha publicado ‘El cuerpo’ (Editorial 451).
Ilustración: Sergio Jiménez
Toledo, 1976. Realiza ilustraciones y trabajos relacionados con la tipografía, el lettering y el dibujo.
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