Este artículo se publicó hace 15 años.
Repúblicas: no hay dos sin tres
"Visca Macià! Mori Cambó!", se gritaba en Barcelona en abril de 1931. Júbilo para ensalzar la modernidad de la República naciente. Si el republicanismo ya entonces había aportado al progreso del pensamiento social universal la conquista de la figura del ciudadano donde antes sólo se hallaba la condición de súbdito, en el caso español y con la caída de Alfonso XIII se podían acometer transformaciones para permitir recuperar el tiempo perdido.
Los valores republicanos de primera generación, maravillosamente reflejados en la Constitución de 1931, iluminaron aquel nuevo régimen que contra viento y marea encaró los lastres de la carencia de una verdadera revolución burguesa: desde la reforma agraria a la separación Estado/Iglesia, pasando por la asunción de las realidades nacionales y otros déficits acrecentados por el auge de los totalitarismos.
No existirían las actuales paredes maestras de la sociedad democrática si los valores republicanos no se confundieran con los de civilización: fraternidad, laicidad, equidad, solidaridad, federalismo, sostenibilidad, participación, derechos, etc, configuran el abc del discurso progresista en nuestro mundo. Dicho de otra forma, los múltiples retos republicanos de segunda o tercera generación, léanse a título de ejemplos la lucha en contra de la fractura digital o la conquista de una nueva democracia participativa, no tendrían ninguna explicación sin remitirnos al combate de la alfabetización de la clase obrera o el mismo sufragio universal del primer republicanismo.
Objetivos de presente de matriz republicana frente a los cuales nada puede una institución medieval basada en el privilegio de cuna y sangre, reducida a marca publicitaria de Estado, que nunca podrá metabolizar el pecado original de haber sido reinstaurada por Franco y haber jurado cristianamente los Principios Fundamentales del Movimiento ni garantizar su transmisión sin legitimarse previamente con el refrendo de la ciudadanía.
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