Este artículo se publicó hace 13 años.
¿Ante quién responde el historiador en una democracia?
Casi más sorprendente que los contenidos del polémico Diccionario Biográfico Español (DBE)resulta la manera en que su director, Gonzalo Anes, ha justificado la falta de control de calidad en la realización de una obra que ha supuesto el desembolso de millones de euros. Al parecer primaron unos curiosos criterios de eficacia. "Si (...) las comisiones hubieran leído las biografías escritas, el diccionario no se habría publicado jamás", afirmó Anes para después admitir que ni él había leído la controvertida entrada sobre Franco; la coordinación se redujo a "uniformar los tipos de imprenta y corregir las erratas".
Choca que Anes aparente desconocer los principios elementales de la producción de conocimiento académico y de la responsabilidad del investigador. El diccionario, afirma, se ha hecho "sin censura de la Academia"; no hubo evaluación porque "como aquí [en la RAH] (...) hay historiadores de diversa ideología, no dejarían pasar ciertas biografías". Este modo de argumentar, que equipara el peer review (revisión colegiada) habitual en la profesión con la censura política, pone sobre la pista de una cultura profesional sui generis que prácticamente sigue sin cuestionarse.
Muchos historiadores han corrido a declarar con razón que la RAH es un fósil cuyos miembros e ideología no son representativos del gremio. Pero más allá de los defectos de la RAH como institución, el episodio plantea preguntas más fundamentales. ¿Qué función social desempeñan los historiadores que se ocupan del pasado del país en que trabajan? ¿Qué responsabilidad asumen, y ante quiénes rinden cuentas de una labor sufragada con el dinero de todos los ciudadanos? El hecho de que el DBE se produjera con fondos públicos, ¿significa que el gobierno o las Cortes, como representantes elegidos de los ciudadanos, puedan imponer exigencias con respecto a la calidad de la obra?
Muchos historiadores han corrido a declarar que la RAH es un fósil cuyos miembros e ideología no son representativos
Anes cree que no. Lo curioso es que su posición no difiere mucho de la de sus colegas de profesión. Santos Juliá, por tomar un ejemplo representativo, tampoco cree que la política o la sociedad tengan por qué inmiscuirse en la elaboración científica de relatos sobre el pasado, práctica que para él debe ser fundamentalmente autónoma. El historiador —afirmó en noviembre de 2010 en la revista Claves— "no pretende servir a ningún señor, sea el Estado, la Justicia, la Política, el Partido, la Clase, la Identidad Nacional, la Memoria". Esta última le parece particularmente peligrosa. Manejada por "diputados", "publicistas y ensayistas" y "profesionales de la memoria desde diversos foros y asociaciones", la memoria -nos alerta- amenaza con destruir la autonomía de la historia profesional.
Mientras que la memoria, para Juliá, es ante todo un arma para fines oportunistas, la historia "mira al pasado desde todas las perspectivas posibles", "es crítica de los relatos míticos, huye de la sacralización del pasado". Así, el historiador viene a ser un modesto artesano desinteresado que "va austeramente, con la intención única de que el pasado hable": un individuo capaz de subsistir incólume en medio del vendaval de los acontecimientos e intereses hasta sustraerse, precisamente, a... la historia. Su dedicación vocacional le inmuniza contra todas las ideologías, presiones, intereses y modas: "No se siente prisionero de ningún paradigma ni obligado a seguir la dirección impuesta por el último giro". El historiador autónomo de Juliá está desde luego por encima de las instituciones en las que trabaja; está por encima de su tiempo; no pertenece a comunidad alguna —profesional, ideológica o cultural— y su única identidad es la del científico que busca afanosamente la verdad.
¿Qué función social desempeñan los historiadores que se ocupan del pasado del país en que trabajan?
No nos engañemos: el historiador autónomo de Juliá no existe. Claro -se nos replicará- ¡es que se trata de un ideal a alcanzar! Pero entonces, ¿cómo puede ser que la RAH invoque precisamente la autonomía de los autores del DBE para exculparse de lo que no son otra cosa que errores y sesgos descarados? Según Juliá, la autonomía del historiador profesional actual le distingue de la servidumbre de la disciplina durante el franquismo. Pero ese mismo argumento le sirve a la RAH —depósito de legados predemocráticos donde los haya— para eludir cualquier discusión sobre su responsabilidad ante la sociedad que la permite y financia.
El escándalo del DBE demuestra que los historiadores españoles han sido incapaces, entre la muerte de Franco y la actualidad, de dotarse de una cultura del prestigio y la evaluación que impida despropósitos como ése. En un escenario tan empobrecido de criterios consensuados de calidad, ensalzar la total autonomía del investigador universitario equivale a convertir al historiador en un Leviatán que, de un lado, no está obligado a rendir cuentas ante nadie y, de otro, goza del monopolio de legislar sobre temas que afectan de lleno a la calidad de la vida moral de sus conciudadanos. A esto en la tradición política occidental se le ha llamado siempre déspota, tirano.
En suma, el desastre del DBE nos urge a reflexionar sobre si una sociedad democrática, que otorga derechos a cambio de obligaciones, puede permitirse que una función social tan relevante como es el conocimiento del pasado esté exclusivamente en manos de unos expertos liberados de toda responsabilidad social. No es sólo que la historia está lejos de poseer un estatus científico; es que además los relatos históricos influyen sobre la calidad de la cultura democrática: es por eso que en la construcción del imaginario sobre el pasado común es tan importante contar con las voces de todos los ciudadanos interesados.
El texto lo firman los historiadores Sebastiaan Faber, François Godicheau, Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León.
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