Este artículo se publicó hace 15 años.
El silencio de la luna
Manuel Borrás. Editor de Pre-Textos
Siento una profunda alegría por la concesión del Cervantes a José Emilio Pacheco, y sobre todo, y en contra de lo que se auguraba, porque no ha recaído en alguien con un perfil susceptible de salir en el Vanity Fair, sino en un gran poeta. El Premio ha distinguido, gracias a la Sensatez, con mayúscula, una vez más a la Poesía, con mayúscula. Pacheco es uno de esos poetas que hablándonos de sí mismo habla un poco de todos nosotros.
La poesía se hace con la sustancia de la vida personal y bien concreta, cotidianamente concreta, porque no puede apoyarse en otra cosa, porque es un arte solitario y para solitarios. La poesía, y me remito a sus declaraciones, no miente. Y no miente porque es el arte que no puede mentir aunque el poeta nos mienta. Y no miente la poesía porque sentir ha sido su manera de comprender, de comprendernos. Como dijo Darío Jaramillo Agudelo, es muy difícil hacer un elogio de su poesía, y no porque ella no tenga todos los merecimientos, sino porque esa poesía ha ironizado de todas las maneras posibles contra ella misma.
Y esa ironía es uno de sus valores, aunque no el único. Él ha profundizado como pocos en los poderes devastadores del tiempo, que nos contiene y juega con nosotros. En Pacheco está la humildad y generosidad del gran creador, ¿qué más podemos pedirle a un poeta?
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