Público
Público

El timo de la necesidad

JOSÉ LUIS DE ZÁRRAGA

Todo lo que escuchamos a los gobiernos para argumentar las políticas antipopulares que están imponiendo en Europa es que son necesarias. ¿Qué quiere decir esto? Lo que nos transmiten -más allá de cuentos sobre los beneficios que se derivarán de ello- es que las circunstancias obligan a hacer esas políticas concretas y que son las únicas posibles. Y esa idea está implantándose también, de forma latente, en la conciencia de la gente. Pero es una falacia, racionalmente insostenible, y el que se esté interiorizando en las conciencias es efecto de la ideología del sistema, que está volviendo a imponer su dominio de modo renovado.

Está en flagrante contradicción lo que se sabe sobre esta crisis y lo que se está haciendo. Se sabe bien cuáles son sus causas, la primera, fundamento de las demás, la financiarización -o como prefiera llamarse la cosa- del sistema económico; se sabe que la regulación de los mercados no funciona y se reconoce el papel decisivo que han tenido en la crisis las finanzas internacionales, sus instituciones y sus instrumentos. Pero nada se cambia respecto a ello, como no sea para consolidar el sistema, corrigiéndolo para mejorar su dominio y su eficacia. Lo que se hace, en cambio, es fijar toda la atención en el gasto público y en la parte menguante de las rentas nacionales que van a remunerar el factor trabajo, algo carente de relación con la génesis de la crisis, como no sea en el sentido contrario del que se pretende.

Para juzgar las políticas económicas deberíamos distinguir entre las medidas coyunturales, que se toman para responder a las constricciones de una situación a la que se ha llegado en un momento dado, y las medidas estructurales, cuyo objetivo es precisamente modificar en el futuro las condiciones en las que se tienen que tomar las medidas. Medidas como la contención de gastos públicos, la congelación de retribuciones, la imposición de nuevas cargas fiscales o el aumento de tasas pueden tomarse ante dificultades coyunturales a las que necesariamente hay que dar respuesta. Puede y debe discutirse qué medidas concretas se toman, pero, al margen de que se analice por qué se ha llegado a esa situación de necesidad, no podrían dejar de tomarse porque de otro modo se producirían consecuencias incontrolables y muy negativas para toda la sociedad. Al parecer, esa fue la situación en la que se encontró el Gobierno español en mayo del año pasado, en su noche triste europea.

Pero, aun admitiendo -sin discutirlas- que se vieran forzados a tomar las medidas que toman, en vez de intentar hacernos creer que, aunque no lo parezca, esas medidas son benéficas a largo plazo -lo que es pretender que comulguemos con ruedas de molino-, tendrían que explicar los gobiernos a la población por qué se ven obligados a tomar esas medidas en el corto plazo y qué están haciendo para evitar que las constricciones que les obligan sigan determinando la política económica y para que otras políticas sean posibles. El cuento de lo benéfico que son, a largo plazo, las políticas que se están tomando no se lo cree casi nadie -puede dudarse incluso de que lo crean quienes lo cuentan- y por eso todos los gobiernos europeos, empezando por el español, tienen su nivel de aceptación pública por los suelos.

Esto lo ven con claridad economistas y políticos que no gobiernan, pero los que gobiernan se someten, más pronto o más tarde, a la lógica del sistema. Y no porque todos piensen que el sistema funciona, habiendo mostrado la experiencia que no es así, sino por lo que califican como realismo responsable. Los gobiernos europeos, ante la crisis, no han sido capaces de hacer otra cosa que aquello que el poder económico les presenta como lo único posible. Y los que se reclaman de izquierdas creen que eso les justifica, aunque sean conscientes de que actúan, no ya contra su propia ideología, sino de forma socialmente irracional, en contradicción con cualquier análisis serio de las causas y de los mecanismos de la crisis; piensan que vivir con ese conflicto moral es su dramática responsabilidad.

Los efectos principales de la ideología dominante no se producen en el plano de las ideas, sino en el de la práctica. Esto crea una enajenación colectiva, en la que se produce la inversión en el plano de las prácticas de lo que parece evidente en el plano de las ideas. Su clave está en la denegación práctica de lo evidente: se reconoce la realidad, pero se actúa como si se la ignorase por completo. No se trata ya de hacer creer que es real lo que postula la teoría del sistema, los principios en los que se basa su presunta racionalidad, sino en hacer que se actúe como si así fuera, aunque se sepa que no es así.

Hoy, el principal efecto de la ideología dominante está ahí: no en explicar la realidad de otro modo, sino en hacer creer que no se puede actuar de otra forma. Este es el gran timo ideológico en esta crisis, no el de hacernos creer en la bondad del sistema, sino el de hacernos actuar como si no hubiera alternativa.

El objetivo primordial de la izquierda es romper ese encantamiento. Lo fundamental, estratégicamente, no es probar que el sistema es malo, sus contradicciones irresolubles y sus efectos nocivos para la sociedad, inevitables -algo demostrado ya hasta la saciedad, e implícitamente admitido por la mayoría-, sino que es posible hacer otra cosa que someterse a sus reglas y actuar de acuerdo con su lógica.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?

Más noticias