Este artículo se publicó hace 13 años.
La tragedia busca su gran novela
A punto de cumplirse diez años desde los atentados que marcaron el nuevo siglo, la literatura norteamericana sigue sin atreverse a profundizar en un tema aún sin cicatrizar
Decía Norman Mailer que para escribir sobre un acontecimiento real había que dejar pasar al menos una década. Un lapso de tiempo necesario para evitar esos impulsos emocionales que convierten la literatura en ajustes de cuentas o en retratos ridículos y superficiales. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 parecen llevar hasta sus últimas consecuencias esta máxima literaria. En diez años, los escritores estadounidenses, entusiasmados por la no ficción y enamorados de la visión de Henry James (sólo se transmite aquello que está apegado a la realidad de lo vivido), apenas han tocado el horror que supuso el ataque a las Torres Gemelas.
El cine fue mucho más rápido que la literatura, aunque de nuevo, no fueron los norteamericanos los que primero documentaron el ataque. Las impactantes imágenes de los dos aviones reventando los rascacielos el segundo transmitido en directo por la CNN, los ejecutivos saltando hacia la muerte desde las ventanas, huyendo del fuego que abrasaba las oficinas, así como el sonido, conocido posteriormente, de las últimas llamadas de las víctimas, engrasaron fácilmente los motores de la industria audiovisual: en 2002, se estrenó 11'09''01. 11 de septiembre, un compendio de cortos dirigidos por once directores, de los cuales sólo Sean Penn era estadounidense. No sería hasta 2006 cuando Hollywood puso a funcionar sus máquinas y el mensaje del heroismo americano con World Trade Center, de Oliver Stone, un filme centrado en la actividad de los bomberos durante el 11-S. Sin el toque melodramático tan hollywoodiense, el mismo año se estrenó United 93, de Paul Greengrass, esta vez sobre la heroicidad mostrada por los pasajeros del vuelo secuestrado que, supuestamente, fue estrellado por los terroristas en un descampado de Pennsylvania.
A la literatura le ha costado más interpretar aquel dolor. Apenas hay una mirada directa. Ni crítica o sátira. Quizá por el shock de ser el gran imperio atacado, por la autocensura ante la política de su país: tras el atentado comenzó la guerra contra el terror de George W. Bush, que mató a miles de personas e Irak y Aganistán y llevó a cientos de musulmanes a Guantánamo.
Hace un año, el escritor AnisShivani escribió al respecto en The Huffington Post: “La ficción entre 2003 y 2007 en EEUU ha sido muy, muy mala (...). Era demasiado pronto descifrar el significado del 11-S y los novelistas que lo hicieron cometieron un grave error en sus juicios. Los lectores no estaban preparados”. Shivani sí daba una oportunidad a los que escribieron después, como Joseph O’Neill, y otros aún no publicados en España, como Teddy Wayne y su Kapitoil, y Torsten Krol con Callisto.
El francés Frédéric Beigbeder fue uno de los primeros en acercarse a los atentados con Windows on the world, publicada en 2004. El autor de 13,99, que en septiembre publicará con Anagrama Una novela francesa, abordó, además, sin concesiones los terribles sucesos del 11-S. Desde la distancia de Francia, Beigbeder ficcionó las sensaciones de un ejecutivo atrapado en el restaurante de las plantas 106 y 107 de la Torre Norte minutos después del choque del primer avión. Una excusa narrativa para enfrentar a EEUU a uno de los pilares de su política: el odio. “Ese odio que inspira Norteamérica es amor. Alguien que te odia tanto, alguien que quiere que lo aborrezcas tanto, es alguien que quiere llamar tu atención. O sea, alguien que te ama inconscientemente. Bin Laden no lo sabe, pero adora a Norteamérica y desea que esta le quiera”, escribió el novelista. Mientras los norteamericanos todavía lloraban y se partían la cabeza intentando comprender por qué les habían atacado, un francés llegaba a las listas de ventas para poner los puntos sobre las íes.
Casi al mismo tiempo, el semanario alemán Die Zeit encargaba a Art Spiegelman, el autor del cómic Maus, una historia sobre los atentados. El resultado fue Sin la sombra de las torres, una novela gráfica que también criticaba la xenofobia que había calado en Estados Unidos tras los atentados: “Mientras no seas árabe se te permite pensar que Estados Unidos no siempre es tan grande”, dice el personaje de Happy. Y a Spiegelman se lo permitieron porque le pagó un diario alemán.
EEUU siempre se ha caracterizado por tener una mirada infantilizada hacia los grandes sucesos y tragedias. Hollywood creció bajo este criterio. Y los literatos que no lo hicieron fueron tachados de malditos, outsiders o perdidos. Jonathan Safran Foer publicó en 2005 Tan fuerte, tan cerca, uno de los primeros intentos de un escritor norteamericano por crear ficción sobre el 11-S. Pese a que se guardó las espaldas convirtiendo al protagonista en un niño que busca desesperado el mensaje de su padre muerto tras el derrumbe de las torres, Safran Foer fue duramente criticado en su país. “Escribir una novela en torno al 11-S es una elección natural, sobre todo siendo neoyorquino. Lo que no es natural es ignorarlo. El mundo, Nueva York, todo ha cambiado desde entonces. Y que la gente se escandalice porque he decidido meter variaciones tipográficas o fotografías simplemente demuestra que Estados Unidos sigue obsesionado con lo que se puede ver y lo que no”, dijo en una entrevista poco después. El libro ha sido adaptado al cine este año.
Con esa inmadurez que la caracteriza, América aún no quería mirar a sus muertos ni preguntarse por qué. Prefería que fuera el cine el que contara el 11-S con historias heroicas. Y, cuando lo hiciera, prefería que fuera a través de otras historias como Los hijos del emperador, de Claire Messud, publicada en 2007. Nominada al Man Booker Prize, la novela mostraba el shock que sufrió una generación de treintañeros después de una década –los noventa– en la que Nueva York se había convertido en una fiesta en la que sólo
importaban problemas emocionales y triunfaban series como Sexo en Nueva York. “Mis personajes, como el resto de nosotros, no estaban preparados para los atentados (...) y, de repente, todo saltó por los aires”, afirmó en una entrevista Messud. De pronto, América se hizo mayor.
A partir de 2007, los novelistas que decidieron tocar el tema de los atentados lo hicieron desde la perspectiva del fundamentalismo islámico. La excepción fue Don DeLillo, quien, en El hombre del salto, se adentró en cómo la herida de los atentados había abierto otras mucho peores en los norteamericanos. El título de la novela ya es elocuente: parte de la fotografía que tomó Richard Drew, a las 9.41 de la mañana del 11-S, a un hombre que se había lanzado al vacío desde una de las plantas superiores de la Torre Norte. Uno de esos jumper –como los denominó la prensa estadounidense– que habían decidido elegir su propia muerte. La foto de Drew, como otras muchas imágenes de saltadores –se calcula que llegaron a quitarse así la vida unas 200 personas– fueron censuradas y autocensuradas por los periódicos. Don DeLillo se atrevió con la historia y trazó una novela en la que critica el desmoronamiento ético de un país, inmortalizado en ese hombre que cae con traje y corbata.
No obstante, para el resto de novelistas, el terrorista islámico era mucho más interesante que narrar el abatimiento moral de sus compatriotas. Es el caso de John Updike con Terrorista o la novela gráfica El informe 11-S, de Sid Jacobson y Ernie Colón. ¿Cómo puede llegar alguien a convertirse en un fanático?, se preguntó Updike. Jacobson y Colón intentaron que todos los lectores entendieran la versión oficial americana facilitando así la entrega de un pueblo a la guerra contra el terror. Con mucha más agudeza, el británico Martin Amis también participó de la crítica al islamista en El segundo avión, aunque intentando comprender de dónde surge ese odio a Estados Unidos.
Shivani decía que desde 2009 ha cambiado la tendencia en la novelística sobre el 11-S. El ejemplo más claro es Freedom, de Jonathan Franzen, que llegará próximamente a
España. “Ya conocen el final. Todo el mundo muere”, escribió Beigbeder sobre la tragedia. Y puede que el problema esté en que los norteamericanos prefieren los finales felices.
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