Este artículo se publicó hace 11 años.
Nos vemos en Alejandría
Lluís Rabell
Se nos ha ido el "métèque", sin duda el más mediterráneo de los grandes autores de la canción francesa. Si Georges Brassens imploraba ser enterrado en la playa de Sète - contando con que tarantelas y sardanas vendrían a mecer su prolongado sueño -, el bueno de Moustaki debe andar todavía en busca de una cala acogedora o de un puerto familiar. Quizás el de su Alejandría natal. Tal vez el de Barcelona, donde tuvimos ocasión de oírle entonar por última vez, con la voz rota pero arropada por su público, "En Méditerranée". Una canción que escribió precisamente aquí, a principios de los setenta, cuando la dictadura franquista daba sus últimos coletazos sangrientos. Aquella noche, los acordes de la melodía parecían integrarse en la banda sonora de la crisis que sacude hoy a toda Europa y, especialmente, a los países del Sur: "El cielo está de luto sobre la Acrópolis, y libertad es una palabra que ya no se dice en español. Pero siempre podremos soñar con Atenas o Barcelona. Seguimos teniendo un hermoso verano que no teme la llegada del otoño en el Mediterráneo".
Las buenas canciones - Georges Moustaki compuso un montón de ellas - se rebelan contra el vicio de la arqueología musical o las antologías nostálgicas. Por un curioso mecanismo que alguien debería tratar de explicar, escapan a sus creadores, incluso a sus pretensiones, y se funden en la historia viva de la gente, prenden en los corazones, formulan vivencias compartidas, anhelos colectivos que difícilmente llegarían a reconocerse como tales sin aquellos versos. O, desde luego, no podrían hacerlo de forma tan bella y auténtica. ¿No era acaso Édith Piaf más que nunca ella misma cuando invitaba a su mesa a ese "Milord" que nunca había reparado en un simple "chica del puerto, una sombra de la calle"? ¿No es Barbara la "alta dama morena" a quien muchos hubiésemos querido enamorar trenzando algunos pareados "a la luz de la luna, con la pluma prestada por Pierrot"? Merced a una canción, Sacco y Vanzetti, luchadores libertarios, que "estuvisteis solos ante la muerte, dormís ahora en el fondo de nuestros corazones". Gracias a otra, sabemos que, desde las prisiones que levanta la injusticia, "nuestro dolor nos guiará". Porque "somos dos, somos tres, somos mil veintitrés", una multitud soñando con esa libertad que ayudó a nuestro viejo amigo "a largar las amarras para ir a cualquier parte, para ir hasta el final de las sendas de fortuna, para recoger en sueños la rosa de los vientos sobre un rayo de luna".
Las canciones se agolpan en el recuerdo. Se niegan a marcharse con Georges Moustaki. Todavía son necesarias. Aun serán entonadas muchas veces, porque seguimos amando y peleando. Porque, sobre las riberas de este mar sigue "flotando el olor de la sangre", siguen levantándose "muros y alambradas que aprisionan a los pueblos" y "los olivos sucumben bajo las bombas allí donde levantó el vuelo la primera paloma". El capitalismo neoliberal que arrastra nuestra sociedad a la decadencia pretende insertar en nuestras mentes, como valor supremo, la utilidad mercantil de las cosas. ¿Para qué sirve un poeta? ¿De qué nos vale ahora un chansonnier con pinta de judío errante? Pues para hablarnos de una amada que el pudor impide nombrar, "apaleada, perseguida y acosada", pero que "se rebela, sufre y se declara en huelga", "que es encarcelada, traicionada o abandonada... pero que nos infunde ganas de vivir y ganas de seguirla hasta el fin". Una amada que, si finalmente hay que presentar, llamaremos revolución permanente. Nos vemos un día de estos en Alejandría, Georges. O quizás en Salónica. Depende del viento.
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