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"¡Y quién quiere vivir sólo de la imaginación!"

Albert Sánchez Piñol publica 'Trece tristes trances', un libro de fábulas que escapan a la cruda realidad

PEIO H. RIAÑO

Este libro debía sonar a cuento desde el título. Debía deshacerse de lo que conocemos demasiado bien y llegar a las tripas de las fábulas para encontrar un mundo menos molesto. La mejor lección de este libro además de que los títulos son un género literario en sí mismo es que, efectivamente como reconoce su autor a Público, 'sin imaginación no hay nada'.

Albert Sánchez Piñol (Barcelona, 1965) cree que imaginamos porque, 'lo esto', es desagradable o, aún peor, 'aburrido'. 'Se lo resumiré: 'Lo esto' son cuatro reglas, más o menos elaboradas, las que te enseñaban en Barrio Sésamo'.

El universo de Sánchez Piñoldestaca, desde la aparición de sus novelas La piel fría (2003) y Pandora en el Congo (2005), entre una nutrida generación de autores catalanes con menos de 40 años de edad, que persiguen la creación de un mundo propio. Ha logrado, sin perseguir nada parecido, acabar con el ingenuo propósito de elaborar un ideario catalanista en torno a la literatura. Su territorio está más allá de sus fronteras, como prueba Trece tristes trances (publicado en castellano por Alfaguara), confirmación del empeño por su parte de trabajar para un lector atento.

En 13 relatos monta una lectura en la que se cruzan una y otra vez la imaginación con la fantasía. Como todo cuento, Sánchez Piñol lanza mensajes escondidos en botellas. Como en Todo lo que necesita saber una cebra para sobrevivir en la sabana, uno de los cuentos más fieles a las intenciones clásicas del género, donde escribe: 'Y esta lección no tiene nada que ver con los leones. Todo lo que necesita saber una cebra para sobrevivir en la sabana es que basta con correr más que otra cebra'.

En Trece tristes trances se muestra como un escritor despechado con las reglas que le atan a la cruda realidad, para apuntar que 'la página en blanco es el único espacio donde me siento libre'. '¡Si me da la gana hundo Inglaterra bajo las aguas o creo un sultanato en San Francisco! O creo armarios que se tragan gente, selenitas vendimiadores, espantapájaros que hablan con pájaros, lo que me dé la gana', comenta vehemente.

Entre el cielo y el infierno es una de las mejores píldoras que suministra con absoluta concreción e inteligencia este escritor. Quizá porque haga ver lo importante que es una milmillonésima de segundo en la vida de cualquiera, quizá porque sea la fábula más camuflada de todas, quizá porque esté tan medida que uno baile a su ritmo con mucho gusto, quizá porque concluya que la distancia entre la gloria y la vanagloria es ínfima. Seguramente sea, también, por la posibilidad de transitar brevemente por un lugar que no nos corresponde y al que se quiere volver nada más salir.

'Si se me permite la osadía, hay algo terroríficamente reaccionario en el hecho narrativo en sí mismo. Durante unos breves momentos conseguimos una ruptura con lo cotidiano, con la tiranía de lo real. Pero después de ese paréntesis, tan escaso, volvemos a nuestras miserias, aceptándolas más alegres pero igualmente sometidos. Curioso. Triste', e inevitable, suponemos.

No es difícil imaginar a Albert Sánchez Piñol pasándolo en grande delante de esa página en blanco, escribiendo, por ejemplo, el hilarante y cruel El espantapájaros que amaba a los pájaros, en el que el cuervo se acerca al muñeco de trapo para decirle: 'He venido para hacerte sufrir un poco más. Y lo haré de la manera más lícita que hay de causar dolor: contándote la verdad'. El escritor le atribuye cualidades que lo humanizan, como es el miedo al fracaso y la mentira como mejor remedio: 'Él sabía que al final de su discurso había hablado más por miedo a perder su prestigio que por convicción', escribe.

¿Qué podría pasar si viviésemos sólo de la imaginación?, le preguntamos. '¡Y quién quiere vivir sólo de la imaginación con lo buenas que son las alcachofas a la brasa!'. Por eso Trece tristes trances recrea y expande la realidad, no puede olvidarse de ella. 'En el fondo es triste decirlo, pero la literatura nunca puede emanciparse del todo de la realidad, porque en ese caso sería incomprensible. Y escribir un libro que nadie entienda es facilísimo y tonto', una buena razón para usar los cuentos a discreción.

 

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