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La verdad que contradice la realidad

La relación histórica de la Iglesia católica con la ciencia fluctúa entre la condena, la inhibión y la ambigüedad

J. Y.

No es de extrañar que muchas personas, creyentes o no, duden a la hora de acertar sobre la postura oficial de la Iglesia católica ante determinados asuntos científicos.

La propia doctrina que emana del Vaticano ha navegado históricamente en un fangal donde la sentencia explícita, quizá los casos más conocidos, ha sido la excepción. A menudo, los pronunciamientos sobre materias científicas han sido espesamente teologales.

Pero lejos de volver de raíz la espalda a la ciencia, el magisterio católico trató en principio de aprovecharla en propio beneficio: los religiosos naturalistas demostraban a Dios en la armonía natural.

Cuando la observación no casó con la fe, se recurrió a una máxima esencial que cortocircuitaba todo conflicto; según la Constitución Dogmática Dei Filius, del Concilio Vaticano I (1870), “la verdad nunca puede contradecir a la verdad”. Dado que ambas, fe y ciencia, proceden de Dios y la primera es dominante, el argumento es una tautología perfectamente blindada.

Claro que la historia previa no fue tan sutil. Galileo, el caso más popular de hereje científico, tuvo que retractarse de su cosmología basada en el heliocentrismo copernicano para salvar su vida, tras haber tenido ocasión de leer su propio destino en el fin de otro; unos diez años antes de que la lupa de la Inquisición cayera sobre él, Giordano Bruno había dado con su carne en la hoguera por sostener el heliocentrismo y la infinitud del universo.

Galileo debió esperar al siglo XX para que su propia iglesia le reconociera el mérito, pero con matices: el propio Ratzinger, hoy, Papa Benedicto XVI, defendió el criterio aplicado por los inquisidores hace 400 años a las teorías de Galileo.

Llegó Darwin y su Origen de las Especies. En un país católico como España, el revuelo que provocó la obra se resume en una anécdota: la primera edición española, de 1872, fue inconclusa. Una nota en esta edición apuntaba: “Como verán los lectores, la autora de este prólogo y traductora de la obra de M. Darwin no tiene nada de católica, ni siquiera de cristiana. Para ella la naturaleza lo constituye todo. Conviene que esto se tenga presente para poder sacar doble fruto de la enseñanza de este libro y leer con prevención sus temerosas afirmaciones”.

La postura vaticana ante el darwinismo evolucionó de la inhibición a la neutralidad hasta que, en 1996, el Papa Juan Pablo II concedió que se trataba de “más que una hipótesis”.

Pero aún no hay cierre de caja, ya que en el fangal dialético de su magisterio sobre la evolución a la Academia Pontificia de Ciencias, el Papa subrayaba que en el caso del ser humano existe una “discontinuidad ontológica” atribuible, en último término, a los “planes del Creador”, una evocación del diseño inteligente.

Aunque la ofensiva creacionista en EEUU surge de otras iglesias cristianas, la católica cuenta con sus bastiones, como el Centro Kolbe para el Estudio de la Creación, en Virginia (EEUU), que dirige el obispo católico de Nyssa (Turquía), Roman Danylak.

Ante la transformación de las ciencias desde lo puramente descriptivo a la tecnología creativa, la desconfianza rebrota. El último movimiento contra la biotecnología humana en Dignitas personae es el último reflejo. El penúltimo ha sido una encuesta internacional publicada este mes en Nature Nanotechnology, que revela mayores objeciones morales hacia la nanotecnología –el anticipo de revoluciones como la biónica o la biología sintética– en los países de mayor tradición religiosa, incluyendo la católica.

El conjunto difícilmente sostiene la descripción que, en 1985, Juan Pablo II hizo del científico como “un centinela del mundo moderno”. En su discurso a la Academia Pontificia de Ciencias relativo a la polémica sobre Galileo en 1981, el mismo pontífice aventuraba: “El caso Galileo fue el símbolo del supuesto rechazo de la Iglesia al progreso científico. [...] Esta triste falta de entendimiento pertenece ya al pasado”. Parece que no.

 

“A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero. Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son”.

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