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Las siete maravillas de la ciencia

Tres libros coinciden en el mercado para reivindicar la belleza de la física

MANUEL ANSEDE

Más de 150 años después de que el físico inglés Isaac Newton demostrara, mediante un sencillo prisma, que la luz del Sol no era pura, como se creía, sino un batido de rayos de colores, el poeta romántico John Keats le maldijo por haber “despojado al arco iris de su misterio”. En su poema Lamia, escrito en 1820, Keats firmó una acometida contra la ciencia (la filosofía natural, como se conocía entonces) por haber convertido la luz en un simple fenómeno gobernado por las leyes matemáticas. “Antes había en el cielo un sobrecogedor arco iris, hoy conocemos su urdimbre, su textura; forma parte del aburrido catálogo de las cosas vulgares. La filosofía recorta las alas del ángel, conquista los misterios con reglas y líneas, despoja de embrujo el aire, de gnomos las minas; desteje el arco iris”, escribía Keats.

Y su aversión a la frialdad científica llegó al siglo XX. Incluso el padre de la teoría de la relatividad, Albert Einstein, asumía el carácter único del arte y agachaba la cabeza ante el supuesto genio irrepetible de los artistas. “Aunque Newton o Leibniz no hubieran nacido, el mundo habría tenido el cálculo, pero si Beethoven no hubiera vivido, nunca hubiéramos tenido la Quinta Sinfonía”, dicen que dijo Einstein.

Pero los tiempos han cambiado, como demuestra la coincidencia en el mercado de tres libros que reivindican la belleza de la ciencia: El prisma y el péndulo, de Robert P. Crease, Los diez experimentos más bellos (publicado en inglés por la editorial Alfred A. Knopf), del periodista de The New York Times George Johnson, y De Arquímedes a Einstein (Debate), de Manuel Lozano Leyva.

El primero de ellos, que la editorial Crítica publicará en castellano el próximo 8 de abril, es el inspirador de los demás. En 2002, Crease, director del departamento de filosofía de la Stony BrookUniversity, en Nueva York, pidió a los lectores de la revista Physics World que le enviaran una lista con los que, a su juicio, son los experimentos más bellos jamás realizados por los científicos. El resultado fue una clasificación equivalente a las siete maravillas del mundo antiguo propuestas por los historiadores griegos y romanos.

Entre las pirámides de la ciencia, según los lectores de Crease, figuran el experimento de la doble rendija de Thomas Young, que reveló la naturaleza ondulatoria de la luz, el descubrimiento del núcleo atómico por Ernest Rutherford y el famoso experimento atribuido a Galileo en el que, supuestamente, arrojó dos bolas de diferente peso desde la Torre de Pisa para demostrar que la caída libre de los cuerpos no depende de su peso. Todos ellos supusieron un cambio de paradigma en la ciencia, transformaron la manera de pensar del mundo entero y, como sugiere Crease, su belleza es comparable a la de una pieza de Stravinsky o una pintura de Caravaggio.

“También hay experimentos feos”, explica el filósofo a Público, “pero están relacionados con la falta de ética, como los realizados por los nazis durante el Holocausto, o son posibles gracias a desastres, como los estudios de personas accidentadas o ambientes contaminados”. Crease recuerda en su libro la discusión entre el físico Richard Feynman y un amigo poeta. El literato recriminaba al físico que, mientras que los artistas admiran la belleza en una flor, los científicos la diseccionan hasta convertirla en un objeto sin vida.

Pero Feynman, premio Nobel de Física en 1965, no se calló. Un científico reconoce la belleza de una flor, como lo hace un poeta, replicó, pero además se asombra por la belleza de sus procesos celulares, de su papel en un ecosistema. “El conocimiento de la ciencia sólo agranda el interés, el misterio y el asombro que produce una flor”, espetó a su amigo, incapaz de apreciar las maravillas del metabolismo de las células vegetales. Conocer el interior microscópico de una flor, añade Crease, no impide la apreciación de su belleza, igual que aprender acústica no disminuye la apreciación de las Cuatro estaciones de Vivaldi.

El museo de obras de ciencia que ha construido el filósofo en El prisma y el péndulo incluye experimentos de la Grecia clásica, como el de Eratóstenes, y otros casi contemporáneos, como una versión de la doble rendija de Young, cambiando el chorro de luz por electrones, con la que Feynman mostró los fenómenos imposibles de comprender del mundo cuántico. “La lista nos transporta desde un tiempo de herramientas simples y caseras, como los relojes de sol y los planos inclinados, hasta la época de la instrumentación avanzada. Desde los tiempos en que los científicos trabajaban solos (o como mucho con uno o dos ayudantes) hasta el presente, cuando los científicos a menudo trabajan en equipos formados por cientos de personas”, explica Crease.

El experimento que inspiró el libro es uno de estos últimos. Hace más de 20 años, el autor se encontraba en un despacho oscuro de la Facultad de física de la Universidad de Harvard. Sentado frente a él había un tipo con gafas de culo de vaso rodeado por el humo de un puro. Era el físico Sheldon Glashow, que había ganado el premio Nobel unos años antes. “¡Aquel sí que fue un experimento bello!”, gritaba.

Glashow se refería al llamado experimento de las corrientes neutrales de SLAC, llevado a cabo en la primavera de 1978, en el que decenas de científicos de un acelerador de partículas de Stanford dispararon electrones polarizados contra un grupo de neutrones y protones. Buscaban una nueva teoría sobre la estructura de la materia y la encontraron, pero para ello tuvieron que analizar 10.000 millones de electrones.

Cuando Glashow comenzó su relato, Crease no entendió su referencia a la belleza. Cuando terminó su exposición, comprendió todo. El Nobel era una fuente fiable. Sabía más sobre el arte que cualquier artista sobre su campo de trabajo:la física de partículas.

Crease termina su libro con una hermosa cita de Henri Poincaré: “Los científicos no estudian la naturaleza porque sea útil, la estudian porque les place; y les place porque es bella. Si la naturaleza no fuese bella, no valdría la pena conocerla, no valdría la pena vivir la vida”. Sin embargo, Feynman lo resumió de una manera mucho más intuitiva: “La física es como el sexo: seguro que tiene una utilidad práctica, pero no es por eso que lo hacemos”.

1. La imposible doble rendija de Thomas Young

El experimento de la doble rendija de Young es el más bello de la historia de la ciencia, según los lectores de ‘Physics World’. El físico inglés Thomas Young lo llevó a cabo en 1801 para demostrar que la luz se comportaba como una onda. Pero lo increíble llegó más tarde. Los físicos recuperaron su doble rendija en el siglo XX para estudiar las leyes que rigen la mecánica cuántica. Sus conclusiones son difícilmente digeribles para una mente humana. Al disparar un electrón hacia la doble rendija se dieron cuenta de que podría atravesar una de las hendiduras o la otra. Pero el electrón también podía ‘decidir’ no atravesar ninguna. O cruzar las dos a la vez. El experimento más bello de la ciencia deja más boquiabierto que cualquier obra de arte.

2. Eratóstenes, la sombra y el tamaño de la Tierra

A mediados del siglo III antes de Cristo, el académico griego Eratóstenes no pasaba de ser un pensador de segunda fila al que sus colegas apodaban ‘El Beta’, la segunda letra del alfabeto griego, porque sus reflexiones nunca eran de primer rango. Sin embargo, fue el primer científico que midió el tamaño del planeta, más de 1.700 años antes de que Cristóbal Colón confirmara con su viaje a América que la Tierra no era plana. Eratóstenes no necesitó grandes máquinas, sólo un reloj de sol y mucha imaginación. Su experimento, como narra Crease en ‘El prisma y el péndulo’, subraya la conexión de todos los elementos del universo: la dimensión de una sombra, única y fugaz, está relacionada con el tamaño de la Tierra y con su posición remota respecto al Sol.

3. No gira el péndulo, gira el planeta entero

Gracias a la aversión a la sangre del francés Léon Foucault, el mundo perdió un cirujano pero ganó un físico excepcional. En 1851, el príncipe Luis Napoleón Bonaparte pidió a Foucault que hiciera una demostración pública de su experimento, gracias al cual la rotación de la Tierra parecía hacerse visible. El físico cumplió la voluntad del futuro emperador de Francia y colgó una bala de cañón de la cúpula del Panteón de París, mediante un cable de 67 metros. El 26 de marzo, uno de los ayudantes de Foucault puso en marcha el gigantesco péndulo. La bola de acero oscilaba en una línea recta, pero su plano de oscilación se movía muy lentamente en el sentido de las agujas del reloj. Los asistentes podían pensar que el péndulo cambiaba de dirección, pero sabían que no era así. Lo que estaban viendo era la rotación del planeta. Lo que giraba era el suelo del Panteón, eran ellos, la Tierra entera.

El péndulo de Foucault, uno de los experimentos más sencillos de la historia de la ciencia, demostró a los espectadores que no eran más que pasajeros a bordo de una pelota que da vueltas sobre sí misma por el universo.

4. Un ‘spray’ de aceite para ‘ver’ los electrones

“Quien haya visto ese experimento, literalmente ha visto electrones”, dijo el físico estadounidense Robert Millikan cuando recibió el premio Nobel en 1923. El científico había concebido un aparato con el que, mediante un ‘spray’ de aceite, consiguió medir de manera precisa la carga de un electrón, uno de los ladrillos fundamentales de la materia. Otros físicos lo habían intentado, pero sólo él consiguió hallar la unidad básica de la electricidad.

5. Un increíble hallazgo con un juguete burgués

“La más considerable revelación realizada sobre el funcionamiento de la naturaleza”, hasta enero de 1672, era, según el científico inglés Isaac Newton, un descubrimiento suyo. No exageraba. El físico y alquimista había demostrado, unas semanas antes de esa fecha, que la luz blanca, la del Sol, no era pura, sino una mezcla de rayos de colores. Su principal herramienta fue un simple prisma, utilizado por los burgueses como un juguete.

6. Al núcleo atómico con papel de aluminio

El descubrimiento de la estructura interna del átomo empezó con un sencillo experimento. El físico británico Ernest Rutherford envolvió uranio con varias capas de papel de aluminio y midió la cantidad de radiación que las atravesaba. A partir de ahí, y gracias a una cadena de ensayos, averiguó que el hasta entonces desconocido átomo está formado por un núcleo con carga positiva rodeado por una nube de electrones con carga negativa.

7. La leyenda de Galileo y la torre de Pisa

Dice la leyenda que, alrededor de 1620, Galileo lanzó una bola de cañón y otra de madera desde la torre de Pisa para demostrar a los aristotélicos que dos objetos de pesos diferentes caen a la misma velocidad. En 1971, el astronauta David Scott confirmó sus conclusiones en la Luna, dejando caer un martillo y una pluma de halcón. Ambas tocaron el suelo casi simultáneamente.

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