Los 14 anónimos del 14 de abril
La obra de Paco Cerdá, '14 de abril', rememora los acontecimientos de aquella histórica jornada de 1931 a través de las vivencias de personas anónimas.
Jose Carmona
Madrid-Actualizado a
Amanecía el 14 de abril de 1931 en Madrid y Emilio ya estaba muerto. Era martes y en Moaña, una pescadera y sindicalista llamada Cándida ya había recibido un balazo mortal por celebrar la victoria del republicanismo. A los pies de los nombres propios de la Historia yacen los invisibles, los verdaderos motores de aquellos acontecimientos que serán recordados y reivindicados por los herederos de la lucha y el compromiso. La cara oculta tras la tramoya.
La novela de no ficción 14 de abril (Editorial Libros del Asteroides) escrita por Paco Cerdá recopila más de un centenar de historias tapadas por la inmensidad de la proclamación de la Segunda República española, donde además de la reconstrucción de las últimas horas de Alfonso XIII en el trono, el sentir de un jovencísimo Santiago Carrillo o la forma en la que Francisco Franco recibió la noticia del cambio de régimen, también tienen cabida decenas de historias de personajes anónimos, pero contribuyentes a esa revolución popular que trajo la caída del monarca.
Si eres un donnadie, tal vez morir sea la única manera de que los medios pronuncien tu nombre. Cerdá reconoce que su gran sorpresa tras acercarse a lo ocurrido aquel martes de 1931 fue encontrar muertos: "El 14 de abril ha pasado como un día sin sangre y un aroma de esperanza, me sorprendió cómo paulatinamente salían muertos al revisar la prensa. No me lo esperaba. Me chocó la carga épica de aquella jornada, que iba más allá de las banderas izadas en ayuntamientos o la huida del rey. Era la tensión en las cárceles, las cargas policiales de la Guardia Civil, obediente a la monarquía. Fue una revolución y no se ha interpretado como tal, fue nuestro 14 de julio [día que conmemora en Francia la revolución francesa]".
Es el caso de Emilio Arauzo, que arrastrado por su cuñado, acudió a una manifestación en el centro de Madrid en la noche del 13 y recibió un balazo que le atravesó desde la espalda al pecho. Murió durante la madrugada, ya el 14. Un encuadernador en paro menos.
Es la historia de Cándida Lago, asesinada en Moaña (Pontevedra). "Pescadora, sindicalista, esposa y madre", tal y como recuerda la obra de Cerdá. De tan solo 25 años, la mujer recibió el impacto de una bala disuasoria disparada por algún legionario que pretendía apaciguar los aires republicanos que corrían por Galicia. A las 19.00h del 14 de abril ya era un cadáver más.
Los muertos a manos de las fuerzas del orden sacudieron todo el país. En Huelva fue Francisco, tiroteado en el abdomen con tal solo 16 años de vida. "La última víctima de la lucha por la República", quiso augurar la prensa local, que ni imaginaba la virulencia de los tiempos futuros. Aquel martes de hace 83 años, los mineros onubenses incitaron a los obreros de la ciudad a manifestarse por la Segunda República. La Guardia Civil respondió con plomo y Francisco, uno de ellos, murió a las 15.25 horas de la tarde.
A pocos kilómetros, en Granada, unos tales Francisco Zafra y Miguel Donaire sufrían los furibundos ataques de la caballería en defensa de la Monarquía. La protesta era reducida a sablazos y Francisco, mecánico, sangraba por la cabeza. Miguel, en cambio, por la nariz. En la plaza del Carmen, los republicanos entonaban el Himno de Riego y no temían las embestidas del poder. Las fuerzas del orden se retiraban y el pueblo lo sintió como una victoria, celebrada con la bandera tricolor al viento.
"Quería reflejar cómo la historia arrolla a las personas. Ampliar el foco, poner grises donde había blancos y negros. Me interesa esa dicotomía de hasta qué punto todos los grandes momentos de la historia requieren del concurso de individuos y en muchas ocasiones luego son olvidados", asegura Cerdá, autor de la obra.
Aunque no todas las historias anónimas acabaron en la morgue. Constancia de la Mora viajó desde Málaga hasta Madrid y ese mismo 14 de abril bajó de un taxi en Cibeles para descubrir una capital en ebullición. La nieta de Antonio Maura, que tenía a sus vástagos en activo sudando sangre para no ver caer a la Corona, era republicana y se unió a la algarabía del populacho.
Una fiesta decorada por el tenor Miguel Fleta, retirado del circuito por una laringuitis, que se unió a la masa y entonó en Gran Vía, para deleite de los republicanos, La Marsellesa. De La Scala de Milán a la revolución que demandaba un futuro mejor. Una fiesta que culminó con la imagen de las imágenes: Pedro Mohíno Díez, teniente de ingenieros, alzaba la bandera con una franja morada en la Puerta del Sol. El soldado tuvo un final contradictorio, pues fue fusilado en 1936 por alzarse contra la democracia.
Tras Alfonso XIII también hay un reguero de anonimato; aquellos que trabajaban por él. Uno fue Paco Concheso, ayudante de cámara del monarca, que de pronto se vio con la curiosa tarea de preparar las maletas para el exilio. De calderero a fiel escudero, siempre en un discreto y segundo plano. Y mientras Paco doblaba la ropa, Gabriel Maura, Ministro de Trabajo y más importante, negro del monarca, redactaba aquel discurso que guarda la frase que cambió todo, dignificó a los españoles, pero también dejaba entrever un regreso: "Me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos", escribió Gabriel en nombre del rey.
Pero los muertos se sucedieron durante toda la jornada y llegaron a la noche. Eduardo Rovira murió a eso de las 22.30 horas, tras aparecer el momento equivocado en el lugar menos oportuno. La Policía le acribilló a balazos en Barcelona mientras los agentes cruzaban disparos contra un grupo de asaltantes que aprovechaba el caos del 14 de abril para eliminar las fichas policiales de la delegación policial de Atarazanas. La vengaza fue más violenta que el ataque inicial y el que pasaba por allí terminaba herido. Fue el caso de María Navarro, con una herida de bala en el muslo izquierdo y con su hija Josefina herida pese a sus escasos 13 años.
Algo más tranquila fue el final de la jornada, ya con la noche a cuestas, de Núria Folch i Pi, que sin haber cumplido aún los 15 años, forma parte de la primera guardia que realiza la guardia republicana instalada en Barcelona. No imaginaba que la defensa de sus convicciones le llevarían a exiliarse cuando la Segunda República fuera sometida por el fascismo. Un anonimato alimentado por las sombras de la derrota. Cayó la noche y venció la República.
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