Este artículo se publicó hace 15 años.
"Es absurdo pensar que tengo una vida superdramática"
Cineasta. La autora de ‘Mapa de los sonidos de Tokio’ cree que ser telefonista y dirigir películas es lo mismo. Se trata de traspasar conversaciones
Espiar las conversaciones de los demás le sigue pareciendo la ocupación más fascinante del mundo. Quizá por eso, se queda enganchada a ¿Dónde estás, corazón? Pero Isabel Coixet (Barcelona, 1962) es capaz de esgrimir una excusa que suena intelectual: "Hay un momento el viernes por la noche en que necesitas algo que sea horrible. Es la fascinación a la que se refería Marlon Brando [en Apocalypse Now]: ‘El horror, el horror".
Coixet quería ser una de esas teleoperadoras que salían en los clásicos que veía de niña, todo el día conectando cables y diciendo "le pongo", para enterarse de los secretos camuflados en aquel parloteo. Se convenció del todo el día en que fue a un locutorio en Salamanca. Tenía seis años y, como cada verano, estaba en casa de su abuela materna. "Ser telefonista y hacer cine es lo mismo. Se trata de traspasar conversaciones de un sitio a otro. Y además no se te ve".
Coixet querría ser invisible. Le agobian los actos públicos, en los que su rostro puede convertirse en un festival de muecas. Nada que ver con la mujer que, repanchigada en una silla, explica que tiene que forzar la "cosa social", porque ella es "de petit comité". Pero sabe que las películas se venden envueltas en alfombras rojas y papel de revista, y ella es, ante todo, "práctica". Pronuncia la palabra a menudo, como su padre, que le aconsejó buscar un oficio que diera de comer. Al final, estudió Historia, "que para ganarse la vida no es", pero cerca de la facultad había una agencia de publicidad donde vieron su talento para vender compresas como el objeto más deseable del mes.
Sus padres entendían que quisiera ser telefonista. En cambio, lo de las películas les parecía extravagante, a pesar de que ellos le inculcaron el vicio. Los domingos solían preparar la tartera para instalarse con sus dos hijos en el cine y ver la sesión doble, ajenos a lo que las imágenes provocaban en la intensa mente de Isabel.
"Recuerdo una película que vi con siete años sobre Isadora Duncan. Empezaba con ella de niña quemando el certificado de boda de sus padres. Se me quedó en la cabeza, estaba claro que casarse es fatal, algo malo, malo. Y no pienso hacerlo nunca". Tras esta decisión tan Escarlata "no hay una vida supertrágica, como algunos sugieren sólo porque hago estas películas. Es absurdo, como creer que Julianne Moore es una drogada que pega a sus hijos sólo por sus personajes".
La libertad que destilaba la historia de Duncan fue fundamental para la autora de Mapa de los sonidos de Tokio, que necesita viajar con regularidad a lugares desconocidos. "El mundo es ancho y ajeno", dice, esta vez parafrasea a Ciro Alegría. "Viendo Isadora me di cuenta de que una mujer podía ser libre, tener hijos o no, elegir lo que quería ser". Ella escogió ser su propia jefa.
"Me gusta mandar", confiesa, pero pronto matiza que lo que sucede es que no le gusta que le den órdenes. Por eso no va al gimnasio. Se trata de ahorrar discusiones. "Casi llegué a las manos con Mel Gibson cuando colaboraba en Fotogramas". Se le ocurrió llevarle a La Sagrada Familia y él insistió en que era gótica. Peor fueron "sus extrañas ideas sobre el catolicismo. Creía que seguíamos en la época de Torquemada".
Las últimas escenas de sexo de Coixet la habrían llevado a la hoguera. "Antes hablaba de personajes que vivían al margen de su cuerpo", pero su última protagonista vive de él hasta que conoce a Sergi López. "Es el clic que a menudo se produce en la vida. De repente, ves a parejas superdesiguales y te preguntas qué tienen. Y es que cuando se juntan saltan chispas".
A ella podría pasarle algo así con Johnny Depp, su icono sexual. Pero es capaz de traicionarlo y cambiarlo por López para vender su película. Es su gran apuesta. Además, si va bien, podrá hacer más documentales, como el que dedicó al mal de Chagas o el que acaba de rodar en el mar de Aral. "Quería mostrar una catástrofe ecológica para ver las consecuencias ya, no pasado mañana".
Su compromiso también es práctico. Hablar con Coixet es hacerlo con dos personas a la vez. Una responde que su prenda favorita es un vestido negro. La otra corre a desmentirla: "No, calcetines de Hello Kitty". Al decirlo, pone cara de peluche.
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