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El arte de resistir a la modernidad

El museo Reina Sofía reordena los fondos de su colección permanente referidos a las décadas 80 y 90 con la exposición 'Mínima resistencia'

J. LOSA

Hubo un momento, a principios de los ochenta, en el que el mundo del arte parecía haber claudicado. Acuciados por el pensamiento único, los desmanes de un capitalismo financiero que ya apuntaba maneras y los efectos de una globalización todavía en ciernes, los creadores se preguntaban cómo ser artista en un espacio en el que el sistema lo absorbía todo.

Surge entonces la necesidad de una cierta resistencia, aunque fuese mínima, una nueva fortaleza desde la que mirar a la modernidad como pasado y recuperar para el arte los espacios públicos. En esas coordenadas se halla Mínima resistencia. Entre el tardomodernismo y la globalización: prácticas artísticas durante las décadas de los 80 y 90, última exposición del Reina Sofía que ofrece una particular reordenación de los fondos de su colección permanente referidos a estos convulsos años.

'Durante las décadas de los 80 y 90 se cuestiona el arte tal y como lo entendíamos, sus géneros y hasta su funcionalidad; el arte ya no tenía por qué ser útil', apunta risueño Manuel Borja-Villel, director del museo, mientras, a su espalda, una proyección muestra a un tipo disfrazado de oso panda junto a otro que hace las veces de rata vagando por la ciudad de Los Ángeles. La obra, que da título a la muestra, es un recorrido excéntrico de la mano de Fischli & Weiss, duo suizo que a través de la ironía, la autoparodia y el cinismo, abre un insusual espacio de crítica contra el discurso dominante en el mundo del arte en la década de los ochenta.

Según Borja-Villel, 'la obsesión por ocupar el espacio público a través de la publicidad a lo largo del siglo XX hizo que muchos artistas contemporáneos se rebelaran e hicieran lo posible por recuperar un espacio que parecía perdido para el arte'. Una reacción que también encontramos en la pintura, disciplina que carga contra el exceso de academización experimentada por ciertas prácticas conceptuales. Es el caso, por ejemplo, de las pinturas de gran formato de Georg Baselitz, Leon Golub o Sigmar Polke.

Pero es la fotografía la que se lleva un lugar central en la exposición. La evolución de este lenguaje como heredero del estilo y los usos sociales de la fotografía obrera de los años 30, se observa en ensayos de autores como Allan Sekula. Una búsqueda de nuevas objetividades fotográficas que encuentran inspiración en los espacios institucionales y en la teatralidad. Las arquitecturas ficticias de Isidoro Valcárcel y las portátiles de Jordi Colomer dan paso al último tramo de la exposición, una radiografía de aquella España pre-pelotazo de exposiciones universales, sueños olímpicos y recalificaciones a mansalva. Y es en esa crítica sin piedad a la institucionalización del arte y la cultura que nos trajo la Transición, así como en el desarrollo de lenguajes plásticos foráneos, donde los artistas patrios reflejan sus aspiraciones de modernización.

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